¿Cómo se vive al borde del agua?

Viviendas con vistas a lagos y océanos. El libro ‘Vivir en el agua’, publicado por Phaidon, demuestra que el líquido elemento es al paisaje lo que las calles a la ciudad.
EN LOS JARDINES árabes, las láminas de agua de los estanques servían para reflejar el cielo y para ver pasar las nubes. Ese lienzo horizontal y móvil tenía también, como el hilo de agua de las acequias, una ambición sonora: la del tranquilizador arrullo de las fuentes, el serpenteante crepitar del agua circulando o el chapoteo de los pájaros cuando bajan a beber. Existía, por último, un objetivo térmico: la creación de un microclima que evaporase el agua, aumentase la humedad y rebajase el calor. Y si todo eso lo hace un poco de agua, qué no harán los ríos y los océanos.
Donde hay agua, ella manda en el paisaje. Los arquitectos lo saben. Ante los ríos, los embalses, los lagos y, por supuesto, el mar, solo cabe humildad, contemplación y respeto. Por eso, entre la terra ferma de los cimientos y la terra incognita de los panoramas, las casas junto al agua, sobre el agua o con vistas al agua se rinden a la naturaleza con una paradójica combinación de osadía y modestia. La osadía decide lo que parece imposible: el contacto entre lo líquido y lo sólido, el puente entre el abismo y lo construido, la unión entre lo inexplorado y lo urbanizado. La frontera que separa el agua de la tierra presenta el reto inusitado de forzar un diálogo. Y es en ese terreno intermedio donde la audacia arquitectónica permite que los edificios crezcan sobre pilares —como aves zancudas—, que alteren la relación de la tierra con el agua —como los palafitos— o que se conviertan en dique de contención frente a las olas.
Donde hay agua, ella manda en el paisaje. Los arquitectos lo saben. Ante ríos, lagos y el mar, solo cabe humildad
El recogimiento ante un panorama marino, lacustre o fluvial tiene también una traducción arquitectónica. Hay casas que se asimilan al paisaje, se camuflan entre las rocas, no levantan la cabeza por encima de la copa de los árboles o se confunden entre la vegetación para no interrumpir las vistas. Otras viviendas deciden adoptar la naturaleza de los barcos y penetran el agua con voladizos, asomándose desde la altura o dejándose organizar por una alberca central que ordena las dependencias.
Que los palacios venecianos comenzaran a construirse en la marisma infestada de mosquitos que la ciudad fue en sus inicios da una idea de la capacidad que tiene el agua para reinventar el mundo. Durante siglos, vivir junto a ella era una exigencia poco compatible con la vida plácida. Por eso las viviendas en las orillas solían ser pequeñas y pertenecientes a pescadores. Con el tiempo, los frentes marítimos marcaron la entrada a las grandes ciudades. Y reunieron los mejores edificios. Hoy, lejos de las urbes, las casas junto al agua encarnan a los propietarios más poderosos y a los arquitectos más osados. Muchas de estas viviendas dialogan con el mar desde la tranquilidad de una alberca, o desde la comodidad de una piscina que parece verter su agua hacia el mar. En ellas, las vistas infinitas contrastan hoy con el baño domesticado. Por eso los mares, como los lagos, se han convertido en panorama: agua para los ojos. O lo que es lo mismo: espacio vacío en un mundo cada vez más saturado.
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