Continuidad y razón
El principio hereditario obliga a la prudencia y al cuidado en el desempeño de sus funciones


En el más exigente ranking de las democracias actuales figuran tres monarquías en los cinco primeros puestos. El país más democrático del mundo es Noruega, que es obviamente una monarquía. ¿Qué habrán pasado por alto los rigurosos miembros de la Unidad de Inteligencia de The Economist que elabora ese ranking? ¿No habrán advertido, como algunos astutos españoles, que la monarquía es incompatible con la democracia? Pues no. Han llegado, por el contrario, a la obvia conclusión de que la forma de Estado es irrelevante para la condición democrática de un país. Hay monarquías en países muy democráticos y repúblicas en países muy autoritarios. Y viceversa. Ergo, monarquía y democracia ni se excluyen ni se implican. Esa conclusión de mera lógica es la que parece costarles entender a los sedicentes republicanos que han brotado entre nosotros.
Y enseguida alegan lo del principio hereditario. ¡Qué fraude, acceder al poder por herencia! Otro simplismo. La Corona es una institución refrendada por los ciudadanos que asume la Jefatura del Estado pero sin ninguna competencia para dictar normas jurídicas. Es decir, sin poder imperativo alguno. Simplemente es la más alta representación del Estado. Y el principio hereditario es un vehículo para conferir estabilidad y continuidad precisamente a eso, a la personalidad y la presencia del Estado como actor político tanto en su imagen interior como en sus relaciones internacionales. Tiene además su propia racionalidad interna. Al entrelazar legalmente la continuidad del Estado, el afecto natural hacia el propio país y el amor familiar a los herederos resulta una institución sólida y eficiente. El principio hereditario obliga al cuidado y la prudencia en el desempeño de sus funciones, y exige por ello la correcta preparación del heredero o heredera. Por eso proporciona estabilidad y continuidad.
La evidencia de todo ello se mostró claramente en la abdicación de la Corona por el rey Juan Carlos. Con su claro sentido político, don Juan Carlos detectó en aquel momento una emergente desafección y un posible distanciamiento de las gentes. Como conocía la cuidadosa educación de don Felipe, consideró que la Jefatura del Estado y la propia Corona estaban por encima de su peripecia personal. En un acto de coherencia y lealtad que le honra, urgido por esa racionalidad del principio hereditario, prefirió una sustitución ordenada en la Jefatura del Estado a una etapa de incógnitas e incertidumbres. Don Felipe VI asumió así la función con toda naturalidad, sin interrupción ni brusquedad alguna, tal y como demanda la estabilidad de este viejo Estado complicado y centrífugo. Que no se engañe nadie: asumió una tarea seria y dura. Merece que estemos a su lado. Y que le deseemos este día lo mejor.
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