El dragón de Komodo
Un recuerdo de los legendarios lagartos gigantes indonesios


Siempre he querido ir la isla de Komodo, donde viven los famosos dragones. Los he visto en el zoo de Barcelona, donde los que tienen cautivos han criado y prosperado, pero no es lo mismo. La isla de las legendarias bestias está para mí muy lejos, en el espacio (Indonesia) y en el tiempo: el feliz de mi lectura de niño de Un dragón para el zoo, de David Attenborough, que fue mi libro de cabecera (lo que me provocó graves pesadillas). Para mí, Komodo y sus dragones representaban todo lo de remoto, extraño, peligroso y fascinante que tiene el mundo. Algún día reuniré la decisión y el valor para ir allá, me decía.
El otro día fue mi sobrino. Con su novia. Oye tú, como si fueran a Torredembarra. Cuando me lo dijo pensé que el mundo se había hecho más pequeño de lo que creía. Es como si me hubiera dicho que había ido a la Isla Calavera, al Mundo Perdido, a Opar. Y además hizo allí surf. Los bichos le impresionaron eso sí, Félix es un chaval leído y despierto. “La gente les teme porque dicen que se comen a los niños”, me contó, me pareció que con cierta coña. Le reproché no haberme enviado una postal. Dios mío ¡lo que haría yo con una postal de Komodo! Pero es un concepto, el de la postal, que por lo visto ha quedado desfasado, como yo, como las imágenes en blanco y negro del viejo libro de Attenborough, y posiblemente los propios dragones. Cuando me dijo que si quería me enviaba las fotos que había tomado por WhatshApp creí que iba a romper a llorar. Pero entonces Félix se metió la mano en el bolsillo y extrajo una preciosa figurita de madera de un pequeño dragón. “Directamente de allí, para ti”. Y la magia de los viejos dragones regresó, escamosa, siseante, amenazadora, magnífica.
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