Apreciado comandante

USTED NO ME RECORDARÁ, pero le debo una de las mayores alegrías de mi vida. Pocos habrán sido más felices que yo el día que recibí la notificación según la cual, “y conforme al cuadro de inutilidades vigente”, me comunicaba que había sido excluido del servicio militar, declarándome, como entonces se decía, “inútil total”, fórmula esta muy de mi agrado para asuntos castrenses. Con aquel certificado en la mano (que aún conservo por si algún día movilizan mi quinta), cuántas cabriolas no daría, qué temerarias gambetas. De haber tenido valor entonces habría corrido a ponerme a las órdenes de usted. Lo hago con más de 40 años de retraso y bien que lo siento, porque tampoco sé si todavía vive. La búsqueda por Internet me ha llevado a un Boletín Oficial del Estado de 3 de noviembre de 1938. Allí aparece su nombre, entre otros, “promovido al empleo de sargento provisional”. Cuando su vida y la mía se cruzaron aquella mañana de julio, yo acababa de cumplir 20 años, usted andaría, supongo, por los 60 y a mí me habían citado en el Hospital Militar de Valladolid. Las probabilidades de que mis dioptrías pudieran burlar al tribunal médico eran nulas (yo en aquel tiempo veía moscas en el horizonte).
Cuando su vida y la mía se cruzaron aquella mañana de julio, yo acababa de cumplir 20 años, usted andaría, supongo, por los 60 y a mí me habían citado en el Hospital Militar de Valladolid.
Viajé desde León en el primer tren y fui leyendo Conversación en La Catedral. Me pasaron a su consulta y empezó usted a meter y sacar cristalitos en una de esas lunetas de hierro que usan los ópticos. Entonces reparó en el libro, y me preguntó por él, por su autor, por el famoso boom… Yo iba hablando y usted me oía en silencio, sólo preguntaba “¿mejor?, ¿peor?”, con cada nueva lente. Me dejó parlotear cinco o diez minutos. Pasamos a su despacho y, sin despegar los labios, garabateó algo en una libreta. Al terminar, levantó los ojos, se me quedó mirando unos segundos, y me dijo: “Hijo, de la vista estás divinamente, pero a ti la mili no te va a servir de nada. Tú lo que tienes que hacer es aprovechar el tiempo, estudiar, leer muchos libros y contárnoslos luego. Hala, vete”. Salí de allí y nunca más volví a verle ni a saber de usted. Ah, si viviera. A las tres o cuatro semanas recibí ese papel para mí más poético que las Églogas de Garcilaso, soldado ilustre. Hace un mes pude al fin contar a Mario Vargas Llosa aquel hecho en verdad prodigioso que da sopas con honda a todo el realismo mágico, y le agradecí que hubiera escrito una novela tan formidable como providencial. Hoy se lo agradezco a usted. Los libros me han traído a cierto Comisionado de la Memoria Histórica, que anda estos días quitándole la calle a algunos generales. Quiero que sepa que, si de mí dependiera, una de ellas llevaría hoy el nombre de Comandante Darío Valcuende Torices, el buen samaritano. Y no digo más. Suyo afecto, Andrés García Trapiello, recluta del reemplazo de 1973, cuando Franco.
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