Al pie de una estatua sin cabeza del general Franco
El estafermo del generalísimo cumple la función de calmar la ansiedad política y social, de la misma forma que es tranquilizador golpear un saco de boxeo


Algún antropólogo investigará en un futuro lejano las razones por la cuales el Born Centre Cultural de Barcelona organizó en 2016 una exposición que incluye piezas tales como una estatua decapitada de Francisco Franco, expuesta en la calle al ludibrio popular, obra según consta de Josep Viladomat, o una cabeza en cera del dictador, compensación macabra a la figura ecuestre, y que más parece el ídolo que según los torticeros de la Historia adoraban los Templarios que un retrato fiel del Caudillo. La exposición ha relegado a la trastienda de la actualidad el conflicto de las esteladas y ensombrecido los estomagantes merodeos de Puigdemont en torno al referéndum. Con eso está dicho casi todo.
La estatua descabezada —no alude a la escasa inteligencia de Paca la Culona cariñoso apelativo de Queipo de Llano, sino a que alguien seccionó la cabeza de la estatua cuando estaba en el almacén y así se quedó— ha provocado enfrentamientos físicos y virulentas polémicas entre los que defienden el valor cultural de la exposición y quienes consideran una ofensa a la demoracia catalana. También es el blanco para lapidadores, lanzadores de huevos, grafiteros y de algún artista que ha tenido a bien colocar una muñeca hinchable en el regazo del Generalísimo.
El análisis consciente de la exposición conduce inexorablemente al alboroto público como propósito. Su función cultural es confusa, puesto que nada aporta al conocimiento del general golpista ni a la confirmación del mal gusto artístico del franquismo redentor; tendría más interés visitar ese almacén donde se amontonan las reliquias polvorientas 40 años de dictadura convertido en pasaje del terror. Su función política es difusa, salvo para demostrar que en las fuerzas que gobiernan el Ayuntamiento de Barcelona hay más fisuras insondables de las que puede soñar tu filosofía, Horacio, porque comprobado está el rechazo consciente a la figura de Franco. Pero sí tiene una clara función sicosocial, perfectamente convertible en capital político. Tiene un valor de estafermo; el transeúnte calma su ansiedad social afinando su puntería con piedras, huevos o tomates, afilando insultos y discutiendo con el de al lado. De paso, el exorcismo pone una barrera simbólica entre Colau y los partidarios de la acción directa, es decir, de los radicales de ultraizquierda. Fabricarse la moderación, se llama la figura.
Si se quiere dar cuenta de la estantigua franquista, hay literatura abundante y clarificadora al respecto (Tuñón de Lara, Preston,Southworth, Viñas, Espinosa...). Su difusión, pagada por los municipios, sería más útil para prevenir nuevas infamias que plantar un muñeco sin cabeza. Así se conocerían las miserias de un personaje empapado de sadismo reprimido a causa de las humillaciones precoces recibidas y los horrores de la abyecta sumisión de “una casta traidora que delira” a la figura de un espadón sangriento. Más que exposiciones, necesitamos octavillas que difundan aquel soneto anónimo, Al pie de una fotografía de Francisco Franco, que comenzaba asÍ: ”Este que ves aquí, tigre del Pardo/ por la gracia de Dios tirano abyecto/ careta de Caín pluscuamperfecto/ mestizo de beata y de bastardo”.
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