Corazón azul
He preguntado a unas cuantas mujeres por qué se casaron. Las hay que no saben qué decir. Porque me besó, contestó una
En uno de sus artículos, publicado en 1923 y, como tantos otros, soberbio, Milena Jesenská, la amiga y traductora al checo de Kafka, se refiere a la cuestión, entonces de moda, de por qué casi todos los matrimonios de su tiempo no eran felices. Como si los de antes lo hubieran sido, protesta. Casarse buscando la felicidad es tan egoísta, asegura, como hacerlo por un par de millones, un coche o varios títulos nobiliarios. Deberíamos casarnos por la sencilla razón de que no podemos hacer otra cosa. Para vivir con alguien. Un regalo inmenso. Alguien que, en la soledad de este mundo, justifique nuestra existencia con todos nuestros defectos y fallos. Alguien en cuya compañía se nos ahorren la venganza, el recelo, la mala conciencia… Me temo que la cuestión jamás dejará de ser de actualidad. Tal vez elegimos mal al que queremos que se convierta en nuestra pareja para toda la vida. Se ha echado la culpa a los cuentos de hadas. Al príncipe azul. A las revistas, a los concursos de belleza, al cine. He preguntado a unas cuantas mujeres por qué se casaron. Las hay que no saben qué decir. Porque me besó, contestó una. Ninguna responde que lo hizo por la bondad que entrevió en el carácter del otro. Y es que no es raro que al bueno se le considere idiota. Bien lo sabía Dostoievski cuando creó al príncipe Mishkin. De joven, el ideal del personaje de sangre azul me llevó a reparar en los hombres que vestían mono de trabajo de ese color, como el chamarilero que leía el periódico a la puerta de su tabuco frente al portal de casa. Aquella calma, como diría Walter Benjamin, sardanapálica, me pareció el colmo de la ventura. Sin embargo, no me casé con un quincallero ni con un ferrallero, sino con un hombre bueno. De corazón azul. Y, no sin cierta vergüenza, confieso que soy egoístamente feliz.
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