El dedo del arquitecto
El exabrupto de Gehry confirma que la arquitectura de élite está atrapada en la lujuria del diseño exterior y no sabe cómo deshacer el hechizo

Frank Gehry, el arquitecto que ilustró el mapamundi de Bilbao con el Museo Guggenheim, le hizo una peineta a un periodista que le pidió un comentario sobre quienes consideran que sus obras forman parte “de eso que se etiqueta como arquitectura del espectáculo”. Sucedió en Oviedo, en la rueda de prensa previa a la entrega de los Premios Princesa de Asturias. Gehry pudo haber optado por negar la mayor o bien por explicar de forma sucinta las dificultades estéticas y funcionales del hecho arquitectónico en este momento. Prefirió el mal gesto, quizá porque está cansado de contestar siempre a una pregunta para la que no tiene respuestas. “Yo trabajo para clientes que respetan el arte en la arquitectura, no hagan preguntas bobas”, protestó mientras mascullaba dicterios sobre la arquitectura moderna “de mierda”. Puede que los 85 años de Gehry sean un atenuante, pero se espera de él un discurso más articulado que nos aclare el sentido económico y social de la arquitectura como escaparate.
El exabrupto es una confirmación emocionada de que la arquitectura de élite está atrapada en la lujuria del diseño exterior y no sabe cómo deshacer el hechizo. La arquitectura de edificios emblemáticos, desparramada cual pandemia durante el boom del ladrillo, ha orientado el edificio hacia fuera, con formas extravagantes como sello de supuesta genialidad; pero hacia el interior, es decir, hacia la habitabilidad, se detecta a veces una indigencia arquitectónica poco compatible con el coste de las obras. El problema no es nuevo. Schopenhauer ya escribió algunos comentarios sulfúricos contra “ese estilo arquitectónico degenerado” que afecta originalidad y juega “con los instrumentos del arte cuyos fines no entiende”, frente a la arquitectura antigua caracterizada por la “exacta adecuación de todas sus partes a su inmediata finalidad”.
Al final, hasta es posible que la crisis resuelva la deriva hacia el edificio espectáculo. Bertrand Rusell reclamaba una arquitectura planeada por los municipios y no por las empresas privadas. Casos como el de Calatrava no le dan la razón. Ahora los Ayuntamientos tampoco tienen dinero para la arquitectura de escaparate.
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