Huecos
"Seguían de largo sin subir la mirada. Quizá era porque en su tono no había maldad, sino acaso un aire de súplica"
Seguido, caminamos por el barrio con la cabeza entornada hacia arriba. Juego con mi hija un juego que consiste en enumerar los edificios que han perdido sus cornisas y altorrelieves. Tenemos más de treinta en la lista de inmuebles lisiados. Un día notamos, en lo alto de uno de los edificios de la calle, a una mujer de pelo crespo y ojos de perrito chihuahua apoyada en el marco de una ventana abierta.
La empezamos a ver diariamente –una especie de frágil gárgola humana coronando un edificio de fachada sarnosa, antaño pintada de amarillo pollo. Todos los días, desde su ventana en el último piso, la mujer asomaba la cabeza para insultar a los peatones. Les gritaba “madafakas”, es decir, “hijos de puta”. Los peatones no acusaban recibo del insulto. Seguían de largo sin subir la mirada. Quizá era porque en su tono no había maldad, sino acaso una secreta exhortación, un aire de súplica. O quizá la recurrencia del grito lo había vuelto inocuo o inaudible, como las sirenas constantes de las ambulancias, las alarmas de los coches, el graznido de ciertos pájaros. Cuando era niña, había en el jardín de mi casa un pájaro que al atardecer soltaba un graznido que sonaba casi como las palabras “por favor” –la última “o” alargada y aguda. El grito de esa mujer, de un modo, me recordaba a ese pájaro.
Un día, mientras me fumaba un cigarro en la ventana del ático donde trabajo, vi llegar al edificio amarillo a dos policías. Los vi tocar a la puerta, desaparecer al interior, y después salir con la mujer de pelo crespo y enfilar a la patrulla. Ella no opuso resistencia, no dijo una palabra. Yo debí de haber gritado, desde mi ventana, “madafakas”. Pero no me atreví, no dije nada. A veces, sin embargo, mientras fumo en la ventana de mi ático y veo pasar a los peatones frente a la casa amarilla, me parece verlos voltear hacia arriba, hacia la ventana vacía de la señora, quizá por fin conscientes de que falta algo.
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