La infancia palestina y la evocación del Holocausto (5)

El golpe del verdugo me ha enseñadoa andar sobre mi herida.A andar... Y más andar...A resistir
Mahmud Darwish, poeta palestino, 1941-2008. (Cantor de la sangre)
Un palestino lleva a hombros a su hijo en el este de Gaza. / MOHAMMED SALEM (REUTERS)
La escena se repite siempre con la misma brutal y parsimoniosa insistencia: Israel ataca a Palestina y a los palestinos, destroza centenas de casas, sus calles, barrios enteros, sus escuelas y hospitales, destruye su red eléctrica y sus reservas de agua. Mata, mata a miles de hombres y mujeres inocentes, centenas de niños y niñas en algunos pocos días. La escena se repite siempre con una mórbida obstinación, como si fuera la rutina necesaria de un horror al que ya nos hemos acostumbrado: Israel ataca a Palestina y a los palestinos, mientras el mundo mira indiferente o indignado, tanto da. Nada cambia. La escena se repite, se repite y se repite, mientras Palestina se reduce a un interminable repertorio de destrozos, mientras Gaza se retuerce contra el mar que alguna vez le brindó vida y poesía, pero que ahora la abraza a cañonazos; mientras Cisjordania se desmenuza en fragmentos, se dilacera, se rasga, se desmigaja hasta desaparecer. La escena se repite siempre con la misma brutal y parsimoniosa insistencia.
Mientras duran los ataques, Palestina gana la primera plana de los medios de comunicación en todo el mundo. Se organizan debates y actos de apoyo a su pueblo, de solidaridad con los que sufren la prepotencia de una violencia que parece no tener límites. También, aunque en mucho menor medida, se levantan voces de apoyo al ejército israelí y a su aparentemente heroico combate al extremismo islámico. Se justifica la defensa de la vida, generando muertes y destrucción; se justifica la condena al terrorismo, ejerciéndolo desde un Estado que, siendo heredero de uno de los mayores holocaustos de la historia humana, produce una crisis humanitaria de proporciones incalculables en una población indefensa que no ha cometido otro delito que querer vivir en la tierra en la que siempre ha vivido.
Cuando la operación militar acaba, casi nadie se acuerda de Palestina. La muerte y el dolor permanecen, sembrando de sufrimiento y humillación, de silencio y escarnio la vida de los que quedan vivos, esperando el próximo ataque.
Las operaciones militares israelíes se justifican en la retórica de la “autodefensa”. Hoy, como siempre, se sostiene que Israel tiene derecho a defenderse del ataque que sufre su población civil por las brigadas militares de Hamas. El relato ignora la historia y parece fundarse en la presunción de que Israel y Palestina conviven armoniosamente en la Tierra Prometida, hasta que un día, un grupo de extremistas enfurecidos decide atacar por aire o bajo tierra, como topos asesinos, a una indefensa población que se apresta a vivir su vida de manera tranquila y apacible. Cada vez que empieza una operación militar, un discurso de impostada inocencia y candidez pretende justificar, hacia adentro y hacia fuera, que Israel sólo fundamenta su violencia en el legítimo derecho de ejercer la defensa de sus ciudadanos. Esta vez, lo ha hecho asesinando a casi 500 niños y niñas.
Por su parte, Hamas dice también ejercer el legítimo derecho a la defensa de su Estado y de los principios que lo fundamentan. Dice actuar para proteger a su pueblo, atacando, con una brutalidad indirectamente proporcional a su eficacia militar, todo lo que exista del otro lado de sus cada vez más diezmadas fronteras. La vida para Hamas depende de la aniquilación de los israelíes, sean ellos soldados, campesinos, amas de casa, niños o niñas. La ineficacia de sus ataques en nada disminuye la brutalidad de un movimiento que deposita su futuro en una política de exterminio.
Para las fuerzas políticas conservadoras que gobiernan Israel, la vida depende de someter a Palestina a una sistemática destrucción, transformándola en una montaña de escombros.
El ejercicio de la “autodefensa” impide, anula, aniquila, obtura la posibilidad de que ambos pueblos construyan su futuro sobre el derecho que efectivamente tienen y merecen: el derecho a vivir en paz, a criar a sus niños y niñas, a imaginar un futuro de tranquilidad y prosperidad, el derecho a tener y a construir una nación y a edificarla sobre los principios de la dignidad y del bien común. Algo que alguna vez el mundo consagró en su declaración de derechos fundamentales. Allá, en 1948, el mismo año en que todo comenzó.
Un genocidio es el exterminio de un pueblo por parte de una fuerza, Estado o ejército opresor. Un genocidio supone la destrucción física e identitaria, cultural y territorial de una nación o de un grupo étnico. El genocidio es la forma más extrema de exclusión, basada en la aspiración por aniquilar a un pueblo oprimido. Los genocidas pretenden silenciar y borrar cualquier marca o trazo de vida, cualquier suspiro en la memoria, cualquier vestigio de pasado y de futuro en la historia de una nación.
La Shoah palestina se expresa hoy con crueldad en el rostro de los miles de niños y niñas asesinados por el Estado de Israel durante los últimos años. Pero también se expresa en las violaciones a los derechos humanos, en los abusos de poder y en la prepotencia que sufre cotidianamente la población de Gaza y Cisjordania, en el muro de vergüenza que las circunda, en los centenares de niños y niñas detenidos ilegalmente por el ejército israelí, mantenidos en prisiones militares que violan todas las leyes internacionales, sin proceso ni condena.
La organización Defence for Children International informa que, en enero de 2014, 183 niños palestinos fueron detenidos en prisiones militares israelíes. En febrero: 230; en marzo: 202; en abril: 196; en mayo: 214; en junio, antes de la operación “Margen Protector”: 202. En las últimas semanas, el número se ha quintuplicado. Se los mantiene amarrados, vendados, se los somete a castigos físicos, no se les permite el acceso a ningún abogado y se les hace firmar declaraciones testimoniales en hebreo, lengua que no dominan.
La agresión contra la infancia palestina, así como contra escuelas y hospitales, constituye un delito internacional que ha sido condenado decenas de veces, aunque se mantiene impune. Pero es mucho más que esto en la gramática del genocidio que Israel perpetra contra el pueblo palestino. Se trata de un ataque al principal horizonte de esperanza sobre el que se puede aferrar el destino de una nación. Matar y encarcelar niños y niñas es la forma más cruel de diezmar la identidad de un pueblo, de tratar de imponerle una derrota ejemplar, de humillarlo, de postrarlo ante el futuro. De asesinar su dignidad.
El inventario de sufrimientos vividos por el pueblo judío deberían ser el principal argumento para rechazar vehementemente los atropellos que el ejército israelí lleva a cabo en los territorios palestinos. Sin embargo, parece haberse transformado en la principal coartada para justificarlos.
Dos Holocaustos, dos Shoah, el mismo dolor, la misma vergüenza.
Theodor Adorno, el gran filósofo alemán, perseguido por el nazismo, sostuvo poco antes de morir, en 1966, que “el primer y principal desafío de la educación es evitar que Auschwitz se repita”. Resumía así las dos dimensiones emancipadoras de la educación: el rechazo radical a toda forma de barbarie humana y la construcción de una pedagogía de la esperanza como recurso fundamental en la lucha contra la opresión y el avasallamiento de los derechos de los más débiles.
El antisemitismo aumenta en el mundo y no son pocas las veces que afirmamos que su antídoto está en una educación más crítica y comprometida, una educación que ayude a nuestros niños, niñas y jóvenes a comprender mejor las diversas fisonomías que asume el racismo y todas las formas de discriminación que existen sobre la tierra. Una educación que forme sujetos más libres y justos, más solidarios y humanos. Una educación que no sólo muestre sino que también ayude a construir de forma efectiva un mundo igualitario y donde los derechos de los seres humanos sean defendidos y protegidos contra toda prepotencia, contra toda agresión y atropello a la dignidad que los fundamenta y les da sentido.
Cuando esta nueva operación militar israelí concluya, Palestina dejará de ser noticia. Que permanezca en nuestras escuelas, haciendo de su historia y de su futuro de libertad, la causa de todos los que defienden un mundo mejor. Por los miles de niños y niñas palestinos que han muerto, por nuestros niños y niñas, por nosotros.
Sólo quiero morir en mi tierra
Que me entierren en ella,
Fundirme y desvanecerme en su fertilidad
Para resucitar siendo hierba en mi tierra,
Resucitar siendo flor
Que deshoje un niño crecido
En mi país.
Sólo quiero estar en el seno de mi patria
Siendo tierra
Hierba
O flor
Fadwa Tuqan, poeta palestina, 1917-2003
(Sólo quiero estar en su seno, del poemario La noche y los jinetes, 1969)
Desde Salvador, Bahia
Útima de cinco notas sobre la infancia palestina.
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