El elegido
Érase una vez una niña que siempre que iba a la playa se quedaba mirando a una pareja de alemanes
Érase una vez una niña que siempre que iba a la playa se quedaba mirando a una pareja de alemanes. Jóvenes, altos y rubios. Como Wigilis y Sibylla, los mellizos de la novela de Thomas Mann que más tarde sería una de sus favoritas. Con sólo ocho años la niña decidió que de mayor se casaría con un hombre como aquél… El alemán se quedó a vivir allí, en la costa. Pasaron los años y se separó de la joven de la playa, aunque no tardó en encontrar otra. La niña, morena, fuerte, con una luz negra en los ojos y cara de pillina, siguió veraneando por allí y un buen día entró en la casa del alemán. Una atalaya sobre un peñón solitario al borde del mar en la que durante mucho tiempo él había vivido como un eremita, sin agua corriente ni electricidad.
A ella le pareció que estaba repleta de volúmenes escritos en idiomas raros. Al cabo del tiempo aquella niña con alma de aventurera y amante de la libertad, a la que los extranjeros le parecían irresistibles y las flores sus amigas, se casó con un inglés con el que recorrió medio mundo y con el que al final se quedó a vivir también allí, en aquel pueblo del norte. Un bosquecillo de encinas y eucaliptus separaba las casas de las dos parejas. Un día la segunda alemana enseñó a la española a cortarle el pelo a su marido, a preparar pan negro, ‘Hochzeitssuppe’, ‘Bremer Labskaus’ y ‘Rote Grütze’, y se largó para no volver nunca más. La española se separó del inglés, cruzó el bosque y se casó con aquel Wigilis al que veía en la playa cuando era pequeña. El verdadero elegido. Y cuando le contó que a los 14 años al entrar en aquella torre llena de libros se quedó maravillada, él, sonriendo con ironía, contestó: también había sartenes y cacerolas…
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