Afectado por el marrón de Ikea
¿Dejaré de comer allí por este escándalo? Habiendo sufrido toda la vida el pánico a que algún camarero escupiera en mi sopa, superaré el temor a los bichos coliformes


Las fresas ya están en las tiendas. Las florecillas, a punto de brotar. Semana Santa, a la vuelta de la esquina, y aunque llueve, se presiente la primavera. ¿Por qué entonces esta semana ha tenido que ser tan marrón?
Digo marrón por no decir fecal, término muy culto, pero que casi suena peor que otros sinónimos más vulgares. En cualquier caso, ambos adjetivos resultan apropiados; el primero, porque lo que se están comiendo en Ikea es un megabrownie en toda regla, y el segundo, porque la causa son ciertas bacterias que suelen salir de marcha por los excrementos, pero que quizá hayan acabado de after en las tartas de chocolate de la marca sueca.
No les aburriré con todo el trasfondo económico o científico del drama, que ya ha sido explicado por todos los medios de la galaxia. Solo quiero transmitir mi hondo pesar por la rachita que lleva la compañía de Mikael Ohlsson, que ha salido de las albóndigas con toque de caballo para meterse en las Chokladkrokant con sospecha de doble ka.
Profeso por Ikea un afecto que escapa de lo racional. Un año que estaba redecorando mi vida, pasé semanas cercanas a la enajenación mental en las que llamaba a sus diseños por su nombre de pila en klingon: las Borgsjö, las Lack o, mi favorita, la familia Grundtal. Hoy sigo disfrutando al montar muebles de esta empresa, un ejercicio que me da la paz interior de saber que no tengo que pensar, solo seguir instrucciones. También me gusta la ausencia de famosos en su publicidad, que en mi ingenuidad traduzco como un acto de democracia nórdica frente al culto a las celebrities.
A los que interpretan esta crisis en clave zapatero a tus zapatos, manteniendo que Ikea se debería dedicar a los trastos y dejarse de comistrajos, les contestaría con un gigantesco ¡ja! Su “mierda sueca”, como la llama un amigo mío, satisface como ninguna mi pasión por la baja cocina de bajo coste. Me ponen sus albóndigas, sus mermeladas de bayas ignotas, su cebolla crujiente y la cumbre de la gastronomía a 0,50 euros que son sus perritos calientes, esos que tras una autodestructiva jornada de ikeo te zampas sin importarte si están hechos con carne de gente que no ha encontrado la salida.
¿Dejaré de comer allí por este escándalo? Habiendo sufrido toda la vida el pánico a que algún camarero atravesado pegara un moco en mi pan o escupiera en mi sopa, creo que superaré el temor a los bichos coliformes. Además, si algún día muero intoxicado, nadie podrá recordarme que he escrito esta irresponsable loa.
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