¿Repetir o pasar de curso? Algunos daños colaterales
La promoción automática esconde déficits que se agravan en etapas superiores. Resolverlo no es sencillo

En la conversación educativa, cada vez soy más reacio a inclinarme por soluciones simples ante problemas que son siempre complejos y requieren un análisis sopesado y multicausal.
La repetición de curso es uno de esos problemas complejos. O mejor, una de esas decisiones discutibles ante una grandísima dificultad: las carencias que arrastra el alumnado a lo largo de un curso, especialmente en la Educación Secundaria, y la propuesta de acciones para afrontarlas.
Los datos más recientes del Ministerio, correspondientes al pasado curso, indican que la tasa de alumnado repetidor en Primaria es muy baja (solo repite uno de cada cien estudiantes de entre los 3 y los 11 años), mientras que se dispara en la Educación Secundaria hasta casi un 7%, por encima de la media europea. Investigaciones recientes vinculadas a los informes de la OCDE y a estudios españoles basados en PISA 2022, así como a posteriores análisis de equidad educativa, revisan la dudosa eficacia de la repetición escolar: no hay causalidad demostrada en cuanto a mejoras académicas sostenidas con motivo de la repetición.
Si le damos una vuelta de tuerca, el problema se retuerce de forma considerable: pasar a todo el alumnado de curso, sin más, tampoco resuelve la ecuación. La promoción automática esconde déficits que se agravan en etapas superiores. Resolverlo no es sencillo. Países que aplican la promoción casi universal, como Finlandia, lo hacen acompañando de refuerzos intensivos, apoyos individualizados y sistemas de detección temprana.
En España, aunque la descentralización de la educación y la importancia del contexto nos invitan a no ofrecer conclusiones tajantes, seguimos empantanados en enrevesados debates pedagógicos que nos desvían de la cuestión esencial: el valor trascendental del acompañamiento del alumnado que tiene carencias, pase o no pase de curso, con, por ejemplo, tutorías personalizadas, con resultados positivos en motivación y desempeño en otros lugares como Canadá o Países Bajos.
Con o sin repetición, los estudiantes más vulnerables llegan a cuarto de ESO con opciones de titular, pero arrastrando carencias en aprendizajes clave para la vida adulta. Aprendizajes que en teoría están reflejados para todo el territorio nacional en el llamado perfil de salida: lo que todo el mundo tiene que saber al acabar la etapa. No se opta, sin embargo, por reforzar desde la base con el trabajo en grupos pequeños (sin separar) o por el apoyo con dos docentes a la vez en el aula, además de ofrecer formación al profesorado para que sepan diseñar planes de apoyo reales y eficaces, como ya se hace en los países nórdicos de Europa.
En la práctica, las políticas de equidad y lo que ocurre en las aulas no han ido de la mano. Acciones como el PROA+ (programa público que aporta refuerzo educativo y acompañamiento a centros seleccionados con alumnado vulnerable), pese a la inversión que conllevan, aún no se traducen en la mejora de rendimiento que cabría esperar. Así nos lo indican los resultados de las pruebas de diagnóstico que se hacen todos los años en todos los centros, además de los datos muestrales de la evaluación trianual de PISA.
PROA+ representa un intento de España de alinearse con modelos internacionales de refuerzo educativo. Sin embargo, su implementación desigual y su falta de continuidad hacen que todavía no logre en muchos lugares el efecto deseado. Por ejemplo, es interesante que en casos concretos se esté orientando también a alumnado extranjero para mejorar el dominio del español como lengua vehicular, como se hace en Andalucía. Sería oportuno que regiones como Canarias, con alta tasa de alumnado migrante, exploren esta vía de refuerzo: muchos de los estudiantes que allí repiten ahora mismo son los jóvenes llegados en patera en los últimos años.
No podemos poner en duda que nuestro sistema educativo de hoy es más potente y equilibrado que el de hace algunas décadas. Que más estudiantes tengan la posibilidad de alcanzar éxito en estudios superiores es un signo de calidad educativa indiscutible. Sin embargo, el hecho de que los equipos docentes se enfrenten cada vez más a aulas académicamente muy heterogéneas destapa otras urgencias que es preciso atender.
Toca ya hablar, por lo tanto, de ese alumnado que llega al final de la ESO con multitud de materias pendientes. ¿Qué es de él? ¿Tiene sentido hacer el mismo tipo de planes de recuperación que hacíamos en el pasado? Toca también dejar de pelearnos y reconocer que el llamado apoyo personalizado pasa por una atención individualizada de verdad, en un sistema de acompañamiento longitudinal que permita ir midiendo en el tiempo el nivel de desempeño de estudiantes que pasan de curso y que al año siguiente están igual o incluso peor, con el impacto que ello tiene para su frustración.
Repetir desmotiva, pero el valor que se le otorga al aprendizaje cada vez que el estudiante siente que pasa de curso o que aprueba como resultado de haber tenido el refuerzo que se merece es también digno de tener en cuenta. Permanecer un año más en el mismo curso agrava la desigualdad, y las cifras están ahí para corroborarlo, pero pasar sin apoyos intensivos conduce al mismo fracaso.
Reducir los estigmas que provoca la repetición de curso es tarea de un sistema educativo volcado en lo social, y los avances en la reducción de la tasa de repetición contribuyen a ello. Sin embargo, nuestro alumnado y sus familias son lo suficientemente valiosas como para que se les oculten las carencias competenciales y los riesgos que representa una mal entendida diversidad, con un profesorado que a veces no da abasto porque cada estudiante necesita más tiempo.
En definitiva, aunque la medida de la repetición de curso tiene beneficios muy dudosos, la atención precaria convierte la promoción automática en una rutina mecánica en la cual cada estudiante carece del estudio pormenorizado que merece su situación personal, familiar o cognitiva, más allá de si tiene o no informe psicopedagógico.
Minimizar estos daños con cambios estructurales exige más inversión en los contextos con mayor vulnerabilidad. Si no podemos solucionar la quiebra estructural que supone la alta concentración de pobreza en determinados núcleos poblacionales, sí que podemos repensar los mapas escolares según las zonas educativas que requieren inyección extra de apoyos. El alumnado corre ahí mayor riesgo no solo de repetir, sino de quedarse atrás en lo que precisa aprender. Y eso es lo que, cuando hablamos de daños colaterales educativos, nos debería importar.
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