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Adam Smith
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Adam Smith y la economía moral que hemos perdido

Somos nosotros, y no el pensador escocés, quienes hemos elevado la codicia a la categoría de virtud

A punto de cumplirse el 250º aniversario de La riqueza de las naciones, el mundo se prepara para rendir homenaje a Adam Smith. Pero ¿a qué Smith hay que rendir homenaje? ¿Al duro “padre fundador” de la economía moderna o al filósofo que escribió La teoría de los sentimientos morales? Los estudiosos llevan siglos debatiéndose sobre esta cuestión, un enigma conocido como “el problema de Adam Smith”, porque no solo afecta a las dualidades del pensamiento de Smith, sino también a nuestra propia relación incómoda con la moralidad y los mercados.

El “problema” se formuló por primera vez en la Alemania de finales del siglo XIX, donde los economistas de la escuela histórica, entre ellos Wilhelm Hasbach y August Oncken, vieron una flagrante contradicción entre la psicología moral compasiva e impulsada por la simpatía del primer libro de Smith y el cálculo interesado de su segundo libro. Para ellos, el escocés sentimental de 1759 era irreconciliable con el arquitecto del capitalismo de 1776.

Esta contradicción convenía al temperamento intelectual de la época. A medida que el capitalismo industrial se afianzaba, la economía se reinventaba a sí misma como una “ciencia” desvinculada de la ética, mientras que la filosofía y la teología se quedaban preocupadas por los restos morales. Das Adam Smith Problem se convirtió así en una proyección de la propia doble personalidad de la modernidad: una mitad fue absorbida por el mecanismo y la eficiencia, la otra por la conciencia y la comunidad.

Sin embargo, los historicistas alemanes estaban equivocados, o al menos incompletos. Los lectores posteriores —desde Jacob Viner, uno de los fundadores de la escuela de economía de Chicago, en los años veinte, hasta los editores de la Glasgow Edition de las obras de Smith en los setenta (que solo vieron un “pseudoproblema basado en la ignorancia y la incomprensión”)— demostraron que los dos libros compartían una columna vertebral filosófica. Lejos de renunciar a su filosofía moral anterior, el Smith posterior la había extendido a la esfera económica. La “mano invisible” nunca fue una oda a la codicia; era una metáfora de cómo los beneficios sociales pueden surgir de los motivos (o “pasiones”) humanos individuales, siempre que las instituciones los canalicen adecuadamente.

Como observó David Hume, contemporáneo y amigo de Smith, el andamiaje del orden social descansa en una frágil mezcla de amor propio y simpatía. La respuesta de Smith al predicamento humano no consistía en abolir el interés propio, sino en canalizarlo a través de hábitos de virtud, confianza cívica y el juicio de un imaginado “espectador imparcial”. Los mercados, en esta visión, no eran vacíos morales, sino extensiones de la vida moral.

El malentendido perdura porque la economía moderna, en su búsqueda de precisión predictiva, amputó la psicología de Smith. En el siglo XX, a medida que los modelos se hacían más matemáticos, el “hombre económico” fue despojado de sentimiento y contexto. El agente moral matizado de la Ilustración fue sustituido por una figura de palo de cálculo racional.

Fue el economista Amartya Sen, galardonado con el Premio Nobel, quien volvió a poner sobre el tapete el debate original. “El llamado problema de Adam Smith”, escribió, “es en gran parte obra nuestra”. Para Sen, la idea de Smith del interés propio nunca fue la codicia desnuda, sino un sentimiento entretejido en el epicentro de la vida social, disciplinado por la prudencia, la justicia y la benevolencia. La contradicción, sugiere Sen, no radica en Smith, sino en nuestra propia lectura empobrecida de él. Somos nosotros quienes hemos elevado la codicia a la categoría de virtud.

Estudios recientes han contribuido a esta idea. El filósofo de la Universidad de Boston Charles Griswold presenta a Smith como un filósofo de la virtud, mientras que la historiadora económica de la Universidad de Harvard Emma Rothschild ha recuperado su humanismo ilustrado. Juntos demuestran que la división entre lo moral y lo económico es un artefacto histórico del que debemos prescindir urgentemente.

Con la fisura entre la moral y los mercados emergiendo como la falla central de nuestra era, esta tarea se ha vuelto más apremiante que nunca. Desde la crisis financiera de 2008 y el auge del populismo hasta la emergencia planetaria del cambio climático y la IA desajustada, ¿qué más pruebas necesitamos de que nuestra economía está desvinculada de la ética? ¿Por qué seguimos aferrándonos fielmente a la idea de una economía global que, por alguna alquimia, convertirá el interés financiero propio en el bien común?

La revisión de Smith a través de la lente de Das Adam Smith Problem revela a un pensador que podría guiarnos para salir de este callejón sin salida. Lejos de predicar el laissez-faire excluyendo todo lo demás, Smith estaba preocupado por la educación moral y el diseño institucional. Advirtió que el comercio, si no iba acompañado de virtud cívica, corrompería los “sentimientos morales”. Anticipó las distorsiones de la desigualdad y los peligros de lo que hoy llamaríamos “captura reguladora”.

La respuesta de Smith no fue ni el socialismo de Estado ni los mercados desenfrenados, sino algo más sutil: una economía moral basada en la simpatía y la búsqueda del florecimiento humano. En ese sentido, está más cerca de la ética de la virtud de Aristóteles, o incluso de la moderna economía conductista y cooperativa, que del utilitarismo mecanicista que a menudo se le atribuye.

Lo irónico es que, en nuestra prisa por reivindicar a Smith como padre de la economía moderna, hemos exiliado al Smith que podría redimir esa disciplina. No hemos sabido reconocer sus dos obras clave como elementos complementarios de una “ciencia del hombre” unificada, aunque inacabada. Al resolver Das Adam Smith Problem, también cerraríamos la brecha entre eficiencia y empatía que está socavando toda nuestra civilización.

El problema no reside en Smith, sino en nuestra propia sociedad. Si los pensadores del siglo XVIII lo identificaron, nosotros debemos resolverlo, no resucitando únicamente los mercados o la moral, sino reavivando el diálogo entre ambos. Smith comenzó ese intercambio, y nosotros aún tenemos que terminarlo.

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