La Bolsa ante el espejo: reflexiones para un mercado más fuerte y competitivo
Es hora de aligerar los códigos de buen gobierno y adaptar la regulación para poder competir con los mercados privados

En un mundo financiero en constante transformación, la Bolsa se enfrenta a un reto existencial: ¿puede seguir siendo el motor de financiación y transparencia que ha impulsado el crecimiento económico durante décadas, o está condenada a perder relevancia frente al auge imparable de los mercados privados?
Si analizamos la evolución de los mercados bursátiles en los últimos 20 años, el diagnóstico es claro: la Bolsa sufre una anemia progresiva. El número de empresas cotizadas ha disminuido de forma constante. Estados Unidos ha pasado de 7.300 compañías cotizadas en 1996 a apenas 4.300. En Europa, la caída supera el 35% desde el máximo alcanzado en 2001. España no es una excepción.
Este fenómeno no responde a una menor vitalidad empresarial. Al contrario, nunca ha habido tantas empresas ni tanto capital disponible. La diferencia es que, desde la crisis de 2008 y la era de tipos de interés bajos, los mercados privados —especialmente el private equity— han ofrecido alternativas de financiación cada vez más atractivas y sofisticadas. El dual track, por el que una empresa prepara simultáneamente una salida a Bolsa y una operación con fondos privados, se ha convertido en la norma. Y, cada vez más, la opción privada gana la partida.
Según la consultora Bain, en 2024 el dry powder —capital comprometido pero no desembolsado en fondos de private equity— alcanzaba los 1,2 billones de dólares a nivel global. Un arsenal formidable que les permite competir de tú a tú con la Bolsa, especialmente en el segmento de empresas medianas y grandes (entre 300 y 30.000 millones de euros).
Cotizar en Bolsa sigue teniendo ventajas indiscutibles: acceso a financiación a gran escala, visibilidad, liquidez y reputación. Pero también implica costes, exigencias de transparencia y el riesgo de perder el control ante opas hostiles o fondos activistas. Estos inconvenientes siempre han existido, pero en los últimos años se han agudizado por la creciente complejidad regulatoria y la presión de los inversores institucionales.
Las recientes reformas, como el Libro Blanco de BME, la directiva europea Listing Act o el programa BME Easy Access, van en la buena dirección al simplificar trámites y reducir costes. Sin embargo, el verdadero reto está en el modelo de gobierno corporativo que se exige a las cotizadas, mucho más rígido y homogéneo que el de las no cotizadas en manos de los fondos de private equity o de grupos familiares. El punto crítico que las separa es que las empresas de capital privado siguen un modelo corporativo que, en general, alinea mejor a los accionistas, a los consejos de administración y a la alta dirección.
Gobierno corporativo: ¿modelo a medida o camisa de fuerza?
La evolución del gobierno corporativo en las empresas cotizadas ha estado marcada por la búsqueda de independencia y diversidad. Se ha asumido el principio de que los consejos formados por miembros independientes son el mejor sistema para mejorar el gobierno corporativo y, en última instancia, los resultados de la empresa. Esta vía parecía razonable, pero se está revelando claramente insuficiente para garantizar el desarrollo de las empresas, ya que en muchos casos genera una desconexión entre el consejo y la propiedad real de la empresa.
Otro debate recurrente es la separación de los cargos de presidente y consejero delegado. El modelo británico los separa; el norteamericano los unifica. No hay evidencia concluyente sobre cuál es mejor. Lo cierto es que de las 25 mayores empresas del mundo por capitalización bursátil 22 son norteamericanas y ninguna europea. ¿Casualidad o consecuencia de un modelo de gobierno más pragmático?
La influencia creciente de los grandes inversores y ‘proxy advisors’
Ceñirse solo a textos legales y a recomendaciones de códigos de buen gobierno que, por definición, son de ámbito nacional limitaría el análisis de la verdadera situación de las empresas cotizadas.
La concentración de poder en manos de los grandes inversores institucionales —los llamados Big Three: Blackrock, Vanguard y State Street— y de los proxy advisors (ISS y Glass Lewis) ha cambiado las reglas del juego. Estos actores controlan un porcentaje creciente del capital y, a través de sus “documentos de expectativas”, imponen estándares de gobierno corporativo que a menudo van más allá de la legislación nacional.
El profesor John Coates, de Harvard, advierte del “problema de los 12”: pronto serán solo una docena de profesionales quienes tendrán el poder de decisión sobre la mayoría de las cotizadas en Estados Unidos. ¿Es compatible esta concentración con la diversidad y profundidad de análisis que requiere el buen gobierno empresarial?
Surgen dudas racionales sobre si la involucración de los inversores institucionales, forzados por las normas, en el largo plazo compensa los peligros que impone la concentración del voto en un puñado de personas. La respuesta no pasa por renunciar a la transparencia ni a la protección del inversor minoritario. El filósofo alemán Peter Sloterdijk decía en 1947 que “el sistema jurídico es el sistema inmunológico de la sociedad”. Pero, como advertía Paracelso, “la diferencia entre la medicina y el veneno está en la dosis”. Regular más no siempre es regular mejor.
Quizás el legislador no necesite regular con detalle. Basta con que obligue a hacerlo público para que el mercado y la presión social, a través de los medios de comunicación, fuercen a rectificar las conductas reprobables. La Comisión Europea ha reconocido la necesidad de “permitir más riesgos en el sistema sin comprometer la estabilidad financiera”. La clave está en encontrar el equilibrio entre flexibilidad y control, entre protección y competitividad.
La Bolsa merece que la defendamos y la fortalezcamos. No solo por su papel histórico, sino porque sigue siendo el mejor mecanismo para canalizar el ahorro hacia la inversión productiva, democratizar el acceso al capital y fomentar la transparencia empresarial. Es hora de aligerar los códigos de buen gobierno, de adaptar la regulación a la realidad de las empresas, y de aprender de la agilidad y alineación de intereses que ofrecen los mercados privados. Solo así la Bolsa podrá recuperar su atractivo y competir en igualdad de condiciones.
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