Las cuentas del Rey
La Monarquía del siglo XXI exige delimitación de funciones y transparencia presupuestaria
El caso Urdangarin ha venido a remover las aguas normalmente plácidas de la Monarquía española. Los negocios privados del yerno del Rey, objeto de investigación por parte de la justicia, han colocado a la familia real en una incómoda situación. La inmediata decisión, sin esperar a la imputación del duque de Palma, de apartarle de todo acto oficial viene dictada por la prudencia, aunque probablemente no basta para acotar el problema que plantea el eventual procesamiento del marido de una infanta.
De mayor calado es la determinación de don Juan Carlos de dar cuenta detallada de los gastos de la Casa del Rey. Tal ejercicio de transparencia es la mejor garantía para disipar dudas acerca de una institución que cuenta con el afecto mayoritario de los ciudadanos, principalmente por los servicios que ha prestado en momentos difíciles de la Transición, en los que estuvo en juego el futuro de la democracia y de la Monarquía constitucional.
El artículo 65 de la Constitución Española aprobada en 1978 deja en manos del Rey la libre distribución del monto global que recibe, y que es actualmente de 8,43 millones de euros anuales. La ausencia de un posterior desarrollo legal de dicho artículo ha mantenido este presupuesto en la mayor opacidad. Es algo que ningún Gobierno ha querido abordar, aunque no han faltado oportunidades ni peticiones parlamentarias al respecto. El actual gesto real, si bien es la respuesta a una situación crítica, debería conducir a convertir en norma lo que ahora solo tiene carácter voluntario. Ese nuevo mandato debería servir también para delimitar qué miembros de la familia real disponen de asignación presupuestaria pública, porque actúan por encargo del Rey para representar a la institución en su nombre, y qué otros prefieren abstenerse para dedicarse a sus actividades o negocios profesionales, renunciando así a toda función representativa.
No es fácil trazar esta línea, pero hay que tener en cuenta que los 8,43 millones de euros con los que se sufragan los gastos de los Reyes y los príncipes de Asturias son una mínima parte del presupuesto público destinado a la Corona. El mantenimiento de los edificios, la nómina de muchos de los empleados y los viajes los afrontan respectivamente Patrimonio Nacional, Administraciones Públicas y Exteriores. Estas y otras partidas son suficientemente sustanciales como para que la intervención del Estado y la norma de transparencia sean obligadas para una institución tan destacada de la arquitectura del Estado.
El caso Urdangarin pone a prueba la capacidad de adaptación de la Corona, institución que tiene sentido precisamente en la medida en que responde a la función de máxima representación de la nación constitucional. Nada podría dañarla tanto como reacciones irreflexivas o declaraciones mal calculadas ante una situación que es delicada por definición. La justicia debe hacer su trabajo, pero la Casa del Rey debe hacer también el suyo para preservar, ante todo, los intereses del Estado democrático.
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