De apuestas políticas
De un tiempo a esta parte, los libros de denuncia escritos en las horas de la Alemania nazi y de la Rusia soviética ocupan tanto estantes en las librerías como espacios de privilegio en las páginas de los periódicos. Recordemos, por hacer memoria, a algunos de sus autores: Zweig, Grossman, Klemperer, Haffner, Ginzburg... Además, cosa poco frecuente, las críticas elogiosas y las buenas cifras de ventas van de la mano. Cabe pensar, por tanto, en el porqué o en los porqués de ello.
Mi hipótesis es que, si la tinta de las páginas de todas esas obras hubiera influido en sus contemporáneos y, en consecuencia, en la postrera suerte de las sociedades alemana y rusa, hoy no hablaríamos de ellas. Más aún, me atrevo a decir que si lo hiciéramos sería para tachar a sus autores, como les ocurrió a todos ellos con sus coetáneos, de alarmistas casandras y quejosos jeremías. Les entronizamos y recordamos porque fracasaron -políticamente, nunca éticamente-. De no haber fracasado, les estigmatizaríamos y les cubriríamos con un manto de olvido. En Rusia y Alemania pasó lo que pasó; luego estaban en lo cierto. Ahora bien, esto no lo consideraríamos de la misma manera si no hubiera pasado lo que pasó, entre otras cosas, gracias a sus riesgosas apuestas. Es muy fácil la emisión de juicios sobre "historias congeladas", esto es, sobre historias de las que ya conocemos su prólogo, su nudo y su desenlace. Lo difícil, como bien sabemos, es el apostar con la "historia en movimiento", cuando somos actores en ella a través de nuestras acciones y omisiones. No en vano, se llama "falacia narrativa" a ese dotar de sentido a una historia a toro pasado.
De esta manera, abundan las voces de intelectuales bienpensantes y bienolientes que desde el lugar seguro del presente, claro está, interpretan y reinterpretan nuestro pasado. Ahí los tenemos erizándose por las injusticias del Neolítico, por no ir más atrás. En cambio, se nos muestran silentes ante nuestro agitado presente. Y es que la realidad no es una obra de arte en la que tenemos la posibilidad de elegir, no es una página en blanco o un lienzo sin mácula, sino, por el contrario, un lugar inhóspito en el que estamos obligados a participar -ya sea con nuestras acciones, ya sea con nuestras omisiones-. De lo que escribamos o dejemos de escribir, de lo que pintemos o dejemos de pintar un sinnúmero de manos resultará una realidad más o menos bella, justa y verdadera.
De los Haffner, Grossman, Klemperer, Ginzburg, Zweig nos quedan los estantes de las librerías. De sus mudos conciudadanos no queda nada. Sus nombres, como diría aquel profesor judío, personaje de Albahari, "no son más que conchas vacías, caparazones abandonados, con la diferencia de que una concha, cuando te la acercas a la oreja, suena como el mar, mientras que de estos nombres sólo llega el silencio. Estoy harto de escuchar el silencio".
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