En torno a unos zapatos
La primera vez que supe que sería mortal como mi padre, como aquellos zapatos negros en una bolsa de plástico, como el cubo de agua donde entraba y salía la fregona que restregaba el pasillo del hospital, yo tenía poco más de 20 años. Era joven, viejísimo. Por primera vez supe, mientras las estelas de claridad iban borrándose del suelo, que la salud es una película muy fina, un hilo de humedad que se evapora con el pasar de los pasos. Ninguno de esos pasos eran los de mi padre.
Mi padre siempre había caminado de manera extraña, muy veloz y al mismo tiempo torpe. Cuando iniciaba sus caminatas, uno nunca sabía si iba a tropezarse o echar a correr. A mí me gustaban esos andares. Sus pies planos y duros se parecían al suelo que pisaba, al suelo del que huía.
Los pies planos de mi padre ahora eran cuatro, se habían repartido en dos lugares distintos: en la camilla del quirófano (unidos por los talones, ligeramente abiertos, evocando una irónica V de victoria) y dentro de aquella bolsa de plástico (a modo de recuerdo en sus zapatos, imponiendo su molde al cuero). La enfermera me la entregó como se entregan unos desperdicios. Me quedé mirando el suelo con la bolsa entre las piernas, atendiendo al tablero cambiante de las baldosas, tratando de entender qué había que entender en todo eso.
Me quedé sentado ahí, frente a las puertas del quirófano, esperando noticias o temiendo las noticias, hasta que abrí la bolsa y saqué los zapatos de mi padre. Me levanté y los puse en el centro del pasillo, como un obstáculo o una frontera o un accidente geográfico. Los posé cuidadosamente, procurando no alterar sus bultos originales, la protuberancia de los huesos, su forma ausente. Al rato una enfermera apareció, atravesó el pasillo, eludió los zapatos y siguió de largo. El suelo resplandecía. Entonces la limpieza me dio miedo. Me pareció una enfermedad, una impecable bacteria. Me agaché. Avancé a gatas, sintiendo el roce, el daño en las rodillas. Y guardé los zapatos en la bolsa. Apreté el nudo lo más fuerte que pude.
Ese día mi padre se salvó por la punta de un dedo. Pero aquellos zapatos los conservo en casa y, de vez en cuando, me los pruebo. Cada día me quedan mejor.
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