El 'show' continúa
TRAGALUZ, el clásico de Barcelona se renueva con una barra escenario

No hay un solo restaurante del grupo Tragaluz en el que no primen los conceptos. Transcurridos 24 años desde la inauguración de El Mordisco, primero de sus locales urbanos, su ideóloga, Rosa Esteva, mujer perseverante que dirige una empresa de 750 empleados repartidos en 14 establecimientos, puede sentirse orgullosa de haber revolucionado la franja media en la hostelería de Barcelona. Hablamos de locales informales, acogedores y comprometidos con la estética en los que arquitectura y cocina, diseño y diversión conforman binomios entrelazados. No en vano Ferran Adrià aseguró hace algún tiempo que el grupo vendía ocio además de comida. Justo ahora, a falta de pocas semanas para la inauguración de su segundo restaurante en Madrid después del éxito alcanzado en la capital por Bar Tomate, Esteva acaba de renovar Tragaluz, buque insignia del grupo con 22 años de singladura.
"Lo hemos remozado para recuperar a una clientela joven. No quiero que envejezca. Tampoco pretendo ganar premios ni estrellas. Intentamos sorprender y que la gente se entretenga. Lo nuestro no es la alta cocina, sino la comida desenfadada servida en espacios contemporáneos", asegura. Propósito que no le impide sufragar la asesoría de los prestigiosos hermanos Roca (El Celler de Can Roca) en el restaurante Moo, dentro del hotel Omm, galardonado con una estrella. Para Esteva nada tendría sentido sin la complicidad de sus hijos, Sandra y Tomás Tarruella, con quienes trabaja en equipo. "Tomás y yo definimos los argumentos culinarios de cada establecimiento, y Sandra los interpreta en clave arquitectónica".
El nuevo Tragaluz, remodelado de arriba abajo, se ajusta a las directrices de la familia. A la entrada se encuentra El Japonés del Tragaluz, que se ha trasladado desde el lugar que ocupaba en el mismo callejón casi enfrente, y recibe a los clientes con una barra de ostras seguida de otra nipona en un show-cooking permanente. Al fondo, en sala independiente, mesas comunales y bancos corridos que remarcan el desenfado del conjunto. Hay que ascender a la primera planta para penetrar en el genuino restaurante, cuya gran novedad reside en la ubicación de la cocina, justo en el paso entre el desembarco de las escaleras y los comedores. Una aproximación total de los cocineros a los comensales. A la vista, una brigada joven que dirige Gerard Prat y pone en pie sugerencias de acento mediterráneo.
Chupito de guisantes
Son aceptables las croquetas, correcto el jamón ibérico con pan con tomate y magníficas las ostras. Al tartar de cangrejo (chatka) le falta un toque ácido, mientras que los guisantes salteados a la menta, discretos, se realzan con un magnífico chupito de sus vainas. Entre los platos de más peso, algunos reparos esporádicos dentro del consabido nivel medio. Resulta muy fina la sopa bullabesa, no merecen atención las colmenillas a la crema y cumplen las gambas rojas al vapor de humo y hierbas. A los calamares con acelgas rojas les falta chispa en el aliño, el tartar en tres versiones es divertido, mientras que es muy sabrosa la ternera guisada. Los postres (torrija con helado de canela, pastel de frutos rojos con helado de romero, flan a la crema de limón con ruibarbo) necesitan revisarse técnicamente.

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