Saturnalia
La primera impresión al ingresar en la galería es la del sobrecogimiento que produce lo sagrado. Ayuda a ello el que la nave rectangular esté flanqueada por enormes lápidas, alineadas y apoyadas respectivamente sobre los muros laterales -las de la izquierda, de metálicos brillos dorados con inscripciones semiborradas; las de la derecha, de un lechoso blanco marmóreo, con enigmáticos rayados y protuberancias, asimismo al borde de lo indistinguible-, mientras que, en el pasillo central, el que estén esparcidas por el suelo las carcasas de fragmentos de animales, y, en una parte elevada de la pared frontal que cierra este primer espacio, el que cuelgue el belfo segmentado de un toro. El templo y el ara: el lugar del sacrificio. Progresivamente fascinado por la alquimia de la luz, no puede, en principio, resultar extraño este giro cultural de José María Sicilia (Madrid, 1954), cada vez más atraído y absorto por los entresijos del misterio, los umbrales de la realidad. La gravidez y la gracia. El espacio y el tiempo. Lo horizontal y lo vertical.
José María Sicilia
Galería Soledad Lorenzo
Orfila, 5. Madrid. Hasta el 9 de abril
La avenida dorada de metal bruñido es una sucesión de espejos, donde la patética identidad humana se diluye como un eco; la avenida blanca de mármol establece la perspectiva vertical de las nupcias entre el infierno y el cielo o, si se quiere, entre el abajo y el arriba, que se superponen con natural acomodo. Pero esta revelación cósmica flanquea, en efecto, el sacrificio de las bestias, esa cruel y eficaz pedagogía de los dioses.
Lo que pretende Sicilia mediante este intimidante ingreso es, no obstante, arroparse -arroparnos- con el canto de la primera luz, como luego lo desglosa en las siguientes capillas: la primera, en la que ubica los mapas cifrados de los pájaros, los sonoramas, donde se caligrafía los aéreos cantos de estas aves, un poco siguiendo el sentido inverso de lo que hiciera ese otro místico, el compositor Olivier Messiaen; la segunda, en la que se nos muestra el cielo estrellado sobre la tierra, de un color grisáceo azulado, el del barro nutricio, original. Todo, pues, apunta al origen, al eterno comenzar, al acto creador. Una invocación que es una evocación.
Es, sin embargo, en la cripta subterránea donde se atesora la clave devoradora de Saturno, el destronado dios de la melancolía, patrón de los artistas. Refulge en la oscuridad la claridad palpitante de las efigies fragmentadas de lo orgánico, un grotesco bodegón animalario. Apela Sicilia al Goya abismal de las Pinturas negras y se fija en ese Saturno engendrador y devorador de lo engendrado, que se consume consumiendo, como "nosotros somos imágenes consumiéndose". Es una visión estremecedora.
Esta completa instalación de José María Sicilia, donde se intercalan esculturas, dibujos y pinturas, es una rememoración de la Divina comedia, de Dante, esa peregrinación vertical desde el averno al cielo que siempre te devuelve al origen. Una saturnalia. El dios Saturno fue la versión latina del griego Cronos y acabó convertido en la parábola del sembrador, que esparce la semilla que, para fructificar, ha de morir. La semilla que contiene el germen de la luz. De esta manera, Sicilia bucea en los orígenes del arte, esa práctica esotérica, que bordea la visión y entraña la melancolía. Hay que haber logrado un grado de libertad muy alto para fondear de manera tan radical en el corazón del misterio, como lo ha hecho ahora José María Sicilia sin contemplaciones.

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