Mirar lo inadvertido

Por desgracia no conservo el recorte y no puedo citar con exactitud, pero hace poco leí (ni siquiera recuerdo si fue en una publicación británica o norteamericana) la reseña de un libro, que empezaba más o menos así: "La anterior novela de este autor fue saludada con frases como 'Quizá sea la primera obra maestra literaria del siglo XXI', y se la comparó con En busca del tiempo perdido de Proust. Con tamaños elogios, lo normal es que los lectores se vieran ahuyentados, o en todo caso no corrieran a hacerse con un ejemplar ..." Tal vez lo más sintomático y preocupante es que, en primera instancia, seguí leyendo la crítica como si nada, es decir, aceptando inicialmente que quien la escribía estaba en lo cierto y se limitaba a expresar una verdad "consabida" y poco menos que universal. Hasta que al cabo de un rato me noté desazonado y volví a ese párrafo, y, tras pensármelo dos veces, me dije que su verdad no tenía nada de "consabida" ni de "normal", aunque quizá sí de universal.
Casi ningún tiempo pasa enteramente, sino que casi todos tan sólo se esconden para regresar"
¿Qué ha pasado en el mundo para que semejantes elogios se conviertan en una gran desventaja comercial para la obra que los recibe? ¿Cómo es que tales loas pueden resultar "veneno para la taquilla", por tomar prestada la clásica expresión aplicada al cine, esto es, para las ventas? Dentro de unos meses se cumplirán cuarenta años -me da vértigo asumirlo- de la publicación de mi primera novela, Los dominios del lobo, cuando yo tenía diecinueve. Eso significa que, aunque no sea el más viejo, probablemente soy uno de los más veteranos entre los escritores de mi generación, y que llevo todo ese tiempo familiarizado con el mundo literario y editorial. En otras palabras, he vivido mucho de cerca, y en muy diferentes épocas. Y si, no hace ya cuatro décadas, sino tan sólo una, un libro hubiera sido objeto de tan laudatoria acogida, el autor, el editor, el distribuidor y los libreros habrían dado saltos de alegría, no sólo por la alabanza en sí -que incluso hoy sería halagadora-, sino porque habrían calculado el beneficio en ventas que habría aportado a la obra en cuestión. En ningún caso les habría sido motivo de preocupación, ni habrían visto en ello ningún posible perjuicio. Todo lo contrario.
¿Qué ha sucedido, así pues? ¿Y qué es, entonces, lo conveniente? ¿Que las reseñas de una novela la califiquen de porquería, a fin de que las masas lectoras se dignen leerla? Tampoco parece eso probable. ¿Que digan que es apasionante, divertida, conmovedora, que engancha de la primera a la última página por su ritmo trepidante y su intriga, sin entrar en consideraciones acerca de su calidad literaria? Acaso sea este último, extraña y absurdamente, el adjetivo dañino. "La primera obra maestra literaria del siglo XXI", era el elogio citado. El adjetivo es en realidad redundante si se habla de una novela, o lo habría sido hasta hace no mucho, porque todas son literarias por definición, desde la del hoy nocivo Proust hasta las de Barbara Cartland y sus múltiples herederas de tono cada vez más subido o "porno suave". Pero desde hace unos años se reserva el término -y son los propios editores y críticos los primeros en usarlo, tirando piedras contra sus tejados- para las novelas que antes se llamaban meramente "ambiciosas". Es decir, para las que no tenían como único propósito el de entretener, sino que, además (una cosa no excluía ni excluye la otra), pretendían que el lector viera y conociera el mundo mejor, que quizá pensara en cuestiones en las que normalmente no piensa, que reparara en aspectos de los que por lo general se hace caso omiso. Looking at the Overlooked, se titulaba un ya viejo libro de Norman Bryson, sobre la pintura de bodegones. Eso es lo que -entre otras cosas- ha hecho la literatura de todos los tiempos, la que ha pervivido, la que aún leemos pese a los años o siglos transcurridos. Mirar lo inadvertido, o lo pasado por alto. Eso hacen Montaigne y Cervantes y Shakespeare, Flaubert y Conrad y Henry James, aunque vaya usted a saber si las comparaciones con estos autores serían hoy tan "venenosas" como la ya comentada con Proust.
Hace cuarenta, treinta, veinte, incluso diez años, la reacción de mucha gente no particularmente ilustrada -pero sí aficionada a la lectura- habría sido: "He de leer esta obra maestra literaria de la que hablan. No quiero perdérmela, ni quedarme atrás, tengo que conocer lo mejor". Si yo seguí adelante con esa reseña como si nada, en primera instancia, y el crítico decía lo que decía como lo más natural del mundo, es porque la actitud ha dado un vuelco. No me extrañaría que numerosos lectores reaccionaran hoy así: "Pues que la lea su padre, que yo no. Esa novela será elitista y seguramente un coñazo, quizá requiera algo de esfuerzo o excesiva atención. No me interesa lo que contenga, por bueno y profundo que sea. No por perdérmela me voy yo a quedar atrás. Son el autor y ese crítico los que se quedan atrás, quienes escriben en el vacío y se preocupan por asuntos y sutilezas que no importan más que a unos pocos. No se dan cuenta de que la palabra 'pocos' es cada vez más sinónima de 'nadie'. Esa gente que señala lo inadvertido está de sobra, y su tiempo ya ha pasado".
A quienes no comparten este punto de vista, el único consuelo que puedo ofrecerles, a título meramente subjetivo, es que soy de la creencia de que casi ningún tiempo pasa nunca enteramente, sino que casi todos tan sólo se esconden para regresar.
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