Efecto y forma

A propósito de la publicación de El buen dolor (2001), el escritor argentino Guillermo Saccomanno defendió su admiración por John Cheever, y de paso dio pistas sobre lo que él piensa del hecho literario. El escritor nunca disimuló su canon literario argentino: Roberto Arlt, Manuel Puig y Rodolfo Walsh, autores tras cuyos respectivos estilos encontramos una profunda reflexión sobre la realidad argentina, las sempiternas patologías de su pequeña burguesía y su violencia política. A su vez, detrás de su prosa aparentemente sencilla, directa, con ese laconismo cortante de los que desconfían del dispendio de las palabras, el hoy premiado con el Biblioteca Breve por su novela El oficinista no esconde su teoría de la escritura: la escritura es forma. Concibe toda operación literaria como un eslabón ineludible entre la realidad y la ficción. Es decir, como si nos dijera que se traiciona la verdad y se gana en verosimilitud novelesca: una manera de descubrir una verdad más esencial. Una novela suya fue galardonada en la Semana Negra de Gijón con el Premio Dashiell Hammett el año pasado. Me refiero a 77. Dicho título hace referencia al invierno de 1977 en Argentina: a su terror político encarnado en una represión infernal. En esa novela ya veíamos el tratamiento que hacía Saccomanno de la realidad cotidiana en convivencia con un terror institucionalizado. Pues bien, en El oficinista este paisaje vuelve a sernos familiar. Sólo que esta vez hay costuras en la trama y el dibujo del protagonista que evidencian demasiado un manierismo en la forma novelesca, una contención excesivamente rebuscada en una escritura que parece buscar más efectismo que profundidad humana. Desde las primeras páginas de El oficinista, a su protagonista (un personaje, junto a su mujer, probablemente muy en la línea entre expresionista y canallesca de algunos de Roberto Arlt) lo hallamos inmerso en una escenografía digna de Blade Runner. Y me refiero a la película que se hizo basándose en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y no a la novela en sí. Perros clonados y helicópteros que casi rozan las ventanas de los edificios son un artificio demasiado evidente y ya no digamos innecesario para la historia de un oficinista que se engaña a sí mismo enamorándose de una compañera de oficina. Me ha llamado la atención que en la contraportada se haga referencia a Ballard y a Dostoievski. Ballard era un estilista que dotó a la frase literaria de toda la fuerza, el color y la plasticidad de su imaginación antiutópica. Característica ésta que falta absolutamente en la novela de Saccomanno. Y de Dostoievski me parece que el autor argentino debió poner más empeño en plasmar en su relato alguna oración subordinada que expresara más el pretendido calado filosófico de su héroe. Su tiempo y su espacio no son reconocibles. Ambigüedad premeditada. Pero esta pretendida atemporalidad en el tratamiento de la violencia de Estado la pone en entredicho el mismo narrador omnisciente cuando se hace explícita referencia a una práctica de la junta militar genocida: arrojar desde aviones a presos políticos al mar. Dado que es el oficinista quien teme pasar por la misma experiencia en boca del narrador omnisciente, uno se pregunta: ¿cómo lo pudo saber, si eso se supo años más tarde de la dictadura? Novela correcta en general y un exhibicionismo injustificado en la gestión de su despojamiento formal.
El oficinista
Guillermo Saccomanno
Seix Barral. Barcelona, 2010
201 páginas. 18 euros
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