Borrar la vida

La defensa del Cabanyal como patrimonio de Valencia, de España y de la civilización popular y mediterránea que simboliza, es una manera de resistencia: a favor de la vida, en contra de la arbitrariedad. En contra de fabricar el futuro a golpe de decreto por quienes sólo aman lo que hacen deshaciendo.
El Cabanyal es una historia, no un reducto, ni un gueto; es la consecuencia del rumor de la vida, y lo que se pretende rompiéndolo es borrar la vida, hacerla opaca, convertirla en pasado tachándola.
La decisión del Gobierno de la Comunidad Valenciana tratando de rectificar la decisión estatal de preservarlo como parte del patrimonio intangible de la ciudadanía que vive en él o disfruta de su existencia es una maniobra más en ese proceso cruento de tachadura.
Para alimentar la oportunidad de este último desmán administrativo han hecho circular la especie de que el Cabanyal no es nada, es tan sólo, dicen insidiosamente, cuatro casuchas que unos cuantos románticos quieren preservar para impedir la construcción del futuro.
Muchos hemos visto el Cabanyal, cuando la plataforma que lo defiende nos convocó para que supiéramos de su sustancia. A nosotros no nos pueden engañar, porque lo hemos visto. Pero quizá este decreto avieso y artero y la campaña insidiosa a que hago alusión puedan tener la virtud oprobiosa de convencer a algunos de que, en efecto, el romanticismo trasnochado está viendo palacios donde no hay nada.
Cuando supe de la decisión ministerial sentí un orgullo legítimo de haber participado, aunque fuera mínimamente, en la defensa de este trozo de historia de la vida y de la arquitectura popular; y cuando supe de la reacción del Gobierno de Camps sentí la quemadura de un oprobio. Quieren, a toda costa, o mejor dicho, a todo Camps y a toda Barberá, irrumpir con la piqueta en la historia, para que la ciudadanía vea quién manda. La mezquindad política, cuando busca argumentos, siempre se encuentra con estas argucias administrativas que suenan como chillidos de gaviotas violentadas.
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