Estilo y vacuidad

Entiendo que es legítimo esforzarte cantidad para que tu lenguaje cinematográfico sea autónomo, que abomine de los convencionalismos, que sea inmediatamente reconocible, la voluntad de describir las cosas de otra forma. Hay autores como Robert Bresson que consiguieron más de una emocionante obra de arte (Pickpocket, Un condenado a muerte se ha escapado, Mouchctte) y también otras películas de complicada digestión, creando un mundo y unas formas expresivas en las que no hace falta buscar los títulos de crédito para identificar quién lo ha creado, con intérpretes a los que exige la inexpresividad, con imágenes estilizadas, con deliberada ausencia de música. Él denominaba a lo que hacía "cinematógrafo" y excluía la arrogancia al definir como "teatro filmado" lo que hacían los demás. Pero Bresson, y en menor medida un finlandés tragicómico llamado Aki Kaurismaki, han creado planetas que comienzan y acaban con ellos, aunque tienen demasiados discípulos que suelen confundir la voluntad de estilo con las témporas, cuya pretendida originalidad narrativa sólo genera resultados que invitan a la indiferencia o al sueño. Como siempre, hablo en primera persona, sin verdades absolutas o relativas, contando exclusivamente las sensaciones que esa obra provoca en mí.
'La mujer sin piano', de Javier Rebollo, va de transgresora, autoral, profunda
Sólo recuerdo de Lo que sé de Lola, la anterior película de Javier Rebollo, que había una manchega que después de vivir en París regresaba a su pueblo, pero además de no enterarme de qué iba la movida me dejaron indeseable huella unas imágenes relamidas, diálogos minimalistas y un tono vocacionalmente hermético. En La mujer sin piano, que acabo de sufrir pero que ya estoy olvidando, Rebollo vuelve a hablar del drama íntimo de otra señora. Otoñal esta vez, hastiada ama de casa y depiladora en sus ratos libres de clientas que prolongan su vacío, desolada practicante de rituales cotidianos y frustrantes, onanista desganada, con un grisáceo marido que no le depara sorpresas y un hijo presumiblemente amado que ya se ha largado de la casa familiar, harta de soportar cosas que no le gustan, como un alegórico cuadro (ahí está el significado del misterio, intuyo que plantea el director) que adorna su dormitorio, decide una noche desertar de su vacío en compañía de su maleta. La dama hopperiana va a iniciar su pretendidamente inquietante Jo, qué noche en una estación de autobuses y trasegando coñac. Media horita de paseos solitarios. Encuentro surrealista con polaco zumbado y tierno. Mala suerte en la huida a ninguna parte. Retorno al plácido infierno. Incertidumbre. Final abierto, como dicen los sesudos.
Se supone que ocurren muchas cosas en la breve odisea nocturna de la existencialista rebelde, pero yo no percibo ninguna que merezca atención. Eso sí, comprobarán que la cámara que filma su aventura se empeña en hablar con un lenguaje distinto, la música no subraya sentimientos, sino que Rebollo la coloca en plan transgresor, la volcánica y habitualmente lenguaraz Carmen Machi no mueve ni un músculo de la cara y habla lo imprescindible: o sea, que La mujer sin piano pretende ser una película distinta, sugerente, profunda, inclasificable, una película de autor, de las que pretenden obligar al espectador a pensar y a participar, sobre la catarsis de una mujer aparentemente convencional e íntimamente deprimida. Por mi parte, tal como desarrolla la historia el director, no me importaría que a los diez minutos esta sojuzgada mujer que intenta liberarse se tragara un pastillazo o se lanzara por la ventana. Pero ser testigo de su torturado mundo interior durante hora y media interminable me parece un castigo excesivo. Eso sí, es una película con estilo. Que no se me olvide.
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