Terremoto sin metáforas
A los que habitamos una tierra estremecida básicamente por seísmos políticos y económicos se nos hace difícil entender lo que debe de ser un terremoto que no es metáfora. Intuimos, eso sí, que la tierra en la que vivían Asterix y los suyos no debía tener una fuerte actividad sísmica; si no, es imposible que lo que más temieran aquellos galos fuera, como sabemos muy bien sus lectores, que "el cielo cayera sobre su cabeza". Que la tierra se abra bajo los pies es mucho más probable y, por eso mismo, más temible. "Tener los pies en la tierra": ¿hay alguna expresión de solidez más común que ésa? Y, sin embargo, de qué poco vale cuando la naturaleza madrastra (y perdón por la injusta metáfora: cuántas y cuántas madrastras hay más amorosas que las propias madres) pone todo su empeño en gruñir y castigar.
El hecho de que el terremoto de Italia ocurriera de noche conlleva, si cabe, un mayor dramatismo. En medio del sueño apacible, de pronto todo se derrumba; una inmensa montaña de escombros, polvo y cuerpos atrapados puebla la total oscuridad de la noche. Uno se pone a pensar en ello y comprende que más allá de la tremenda cifra de alrededor de doscientos muertos y decenas de miles de personas sin hogar, lo que debe de quedar es un espanto duradero, un terror nocturno que visitará una y otra vez a los niños y adultos que han sobrevivido a la tragedia.
En 1755, otro terremoto sacudió Lisboa, matando a decenas de miles de personas y destruyendo la ciudad. Los filósofos ilustrados de toda Europa reflexionaron sobre ello y Voltaire escribió un sentido poema sobre la ocasión. Repelía en él la idea de que tal desgracia pudiera tratarse de un castigo divino por los pecados de sus habitantes, la idea de que tuviera alguna explicación moral ("Lisboa, que ya no existe, ¿tuvo acaso más vicios / que Londres, o París, sumidos en las delicias?"). Reconocía, por tanto, que hay males incomprensibles, sin culpables (que no son achacables ni a Dios, ni a los hombres) y, bajo los escombros de la ciudad, dio también por enterrado un cierto optimismo racionalista que había predicado con anterioridad. Rousseau le contestó. Le echó en cara su desesperanza. Y le recordó, de alguna forma (o así podemos interpretarlo nosotros), que todos los males naturales tienen también una dimensión social. O que en todo caso pueden ser agrandados o suavizados por la prevención y la reacción social.
Ha llovido mucho desde entonces y dudo de que haya ya nadie que pueda interpretar algo así como castigo divino. En ese sentido, los ilustrados ganaron la batalla. Pero, en lo demás, me parece que todos seguimos teniendo una mezcla de ese Voltaire y de ese Rousseau. Lo sabemos: habría que invertir seriamente para reforzar las estructuras de los edificios en los terrenos con peligrosidad sísmica. Prevenir. Sin embargo, esa indefensión ante la terrible indiferencia moral de la naturaleza...
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