Degradante

Si en cualquier aeropuerto del mundo me obligan a quitarme el cinturón con el riesgo de que se me caigan los pantalones; si además tengo que pasar descalzo por el escáner como si entrara en una mezquita; si el altavoz repite continuamente que vigile mi equipaje de mano para que nadie coloque en él una bomba; si cada vez que se sienta a mi lado en el avión un individuo con rasgos árabes pienso que voy a saltar por los aires, debo deducir que esta paranoia es parte sustancial de la victoria de Bin Laden. Uno soporta esta humillación en beneficio de la propia seguridad y la de todos. Hasta aquí nada que objetar, salvo que estas normas extraen de nuestra pobre alma lo que en ella hay de oveja churra o merina. Pero en esta guerra existe otra degradación más alarmante. En la civilización occidental los derechos humanos han sido arduamente conquistados a lo largo de la historia. El Habeas Corpus del imperio romano, la Carta Magna que el rey Juan sin Tierra otorgó a los nobles ingleses en el siglo XIII, la Declaración de Independencia y la Constitución Norteamericana, la Revolución Francesa han sido hitos de un duro camino lleno de sangre hacia la justicia y la libertad. Como meta de esta conquista del espíritu, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas se proclama que nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos y degradantes. Más que en los misiles, la fortaleza de nuestra civilización se funda en esta lucha idealista por la dignidad. Si el terror de unos islamistas fanáticos nos impulsa a meter en jaulas en Guantánamo a prisioneros como si fueran animales, si en la prisión de Abu Ghraib, en Irak, los soldados norteamericanos usan perros para vejar sexualmente a presos desnudos, si un Gobierno español acepta que hagan escala en nuestro territorio aviones cargados de prisioneros que serán torturados, está claro que Bin Laden está ganando la partida, puesto que nos obliga a abdicar de la raíz histórica que nos había hecho indestructibles. El Habeas Corpus, la Carta Magna, la Constitución Norteamericana, la Revolución Francesa es hoy papel de váter. Uno se quita ese cinturón y se le caen los pantalones.
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