Carla y Silvio

El humor nos delata. Hay personas que sólo entienden el humor como la burla del más débil o del distinto, son incapaces de hacer un buen chiste sobre sí mismos. En mi infancia los grandes humoristas cotidianos eran los hombres, sus chistes, como era natural en una sociedad atrasada, versaban sobre maricones, monjas calientes, negros, cojos o enfermos. A algunos escritores rancios les dio tiempo a incorporarse a los chistes sobre los enfermos de sida. Gran filón. Es cierto que humor y corrección política no se llevan bien; el humor ha de tener, por fuerza, una dosis de transgresión, pero también lo es que hay individuos o incluso sociedades enteras que no saben reírse si no es de la desgracia ajena. Ahí están, por ejemplo, las burlescas viñetas alemanas de los años treinta sobre las supuestas peculiaridades judías. Francamente, me alegro de que en España, sin habernos vuelto paranoicos como los americanos, hayamos aprendido algo de respeto.
De cualquier manera, los defensores del viejo humor no deben preocuparse; a tiro de piedra tienen a Berlusconi, un clásico. Aparte de las ocurrencias de este gran humorista de las que da cuenta Miguel Mora, me he sumergido en un artículo de la revista New Yorker sobre Silvio y las mujeres, aquellas a las que retira del cabaret televisivo para convertirlas en ministras. "Soy capaz, dice el superhombre, de hacerle el amor a una mujer tres horas seguidas aunque no haya dormido". Inquieta la decadencia moral de un país que confía en semejante individuo. No me extraña que Carla Bruni prefiera ser francesa. En ocasiones, renegar de tu país te honra. Hay americanos que, en estos días, han querido volver a ser americanos; hay italianos que quisieran ser franceses, como la Bruni, para no atormentarse con la idea de que, el que hizo la gracieta sobre el bronceado de Obama, era su presidente.
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