Asesino

En su tercera vida parecía un santo. De poeta a asesino, de asesino a sanador. El mal poeta, el resentido, como le describía atinadamente Juan Goytisolo, calmó su ira aplicándose a eso que la ira balcánica dio en llamar limpieza étnica (término que las personas decentes no debieran aceptar) y se zafó de la justicia asumiendo una tercera personalidad. El disfraz era propio de un Fray Leopoldo; las pretensiones, beatíficas: sanar imponiendo sus manos sobre la gente necesitada de esas supercherías. Irónico. O siniestro si sospechamos, como estamos en nuestro derecho a imaginar, que el hombre que vivió once años bajo un disfraz propio de uno de esos personajes cómicos de Tintín, era reconocido a diario por muchos de los habitantes de Belgrado. ¿Alguien está dispuesto a creerse que ese individuo llamado Radovan Karadzic, tan tristemente popular, televisado, temido o idolatrado, pudo pasearse a cuerpo gentil y frecuentar los mismos bares día tras día ocultándose detrás de una barba?
Este santo defendió a muerte el delirio sentimental de lo identitario. Aunque llevó esa defensa a un extremo sangriento con el cual no se identifican hoy la mayoría de los nacionalistas, la misma historia de su detención por el Tribunal Penal Internacional rebate las bondades de esa ideología. Si fuera por sus paisanos, Karadzic, el asesino (en este oficio no fue un impostor), seguiría cruzándose a diario con las familias de sus víctimas; si fuera por la justicia de su país, el viejo Dagan podría haberse atusado las barbas hasta que le sorprendiera una muerte serena y feliz, rodeado de admiradores que le arroparían hasta el final, representando esa farsa que unos debieron asumir encogiéndose de hombros, otros con satisfacción y unos terceros con pavor. Qué aterrador puede ser lo cercano cuando pierde su bendito lado entrañable.
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