Discusión
Soporto mal las series de forenses. Les reconozco el sincretismo comercial, de gran angular: cubren la intriga policial, la bata blanca y el romance, tres grandes géneros televisivos. Pero nunca he visto ninguna que me gustase. Las diversas CSI son ingeniosas. Y, sin embargo, me resisto a aceptar esos fiambres cuya trayectoria en vida no fue, al parecer, más que un trámite insustancial para satisfacer su auténtica vocación: ser chivatos muertos. Ahí están, tumbados, felices, sonrientes a veces, ofreciendo al médico la identidad del asesino.
En 1888, cuando la persona a la que la prensa llamó Jack el Destripador realizó sus crímenes, nadie fue capaz de entender por qué jugaba con las vísceras de sus víctimas. Scotland Yard dedujo que sentía rabia contra las mujeres y le gustaba hacerlas sufrir. En realidad, no sufrían: morían desangradas, sin dolor. El destripamiento llegaba luego. Era un juego sexual basado en el dominio absoluto sobre un cuerpo. Jack cosificaba: convertía a las personas en cosas.
Los telespectadores de hoy sabemos más de eso que la policía del siglo XIX. Somos cosificadores excelentes, grandes psicópatas de salón. En nuestro afán por vivir las pasiones más turbulentas de forma vicaria, a través de series de televisión en las que la sangre no nos salpica, la víctima nos es indiferente y el aroma a putrefacción no nos ofende, nosotros, el respetable, hemos sido policías, asesinos y, desde hace algún tiempo, forenses.
Sospecho que cada vez que un fiambre de CSI abre los ojos sonríe a la cámara y hace un guiño al médico, un puñado de telespectadores fantasea con la posibilidad de trabajar para las fuerzas de la ley y el orden, en calidad de muerto.
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