La pulga

Cada vez me gusta más la palabra liberal. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que se empleaba como distinción frente a la izquierda intervencionista. Un ojal en la derecha. Margaret Thatcher, que más bien se parecía a una coliflor de Grantham, en el este de Inglaterra, la llevaba como una orquídea. ¡Ah, liberal! Toda la derecha se adornaba así. Tal despliegue floral despertaba complejos edípicos en la izquierda jardinera. Se competía por la mano ortopédica e invisible de Adam Smith, que al parecer todo lo arreglaba como un deus ex machina de carterista, a pesar de los escrúpulos del pobre Smith. Observamos ahora una curiosa espantada. Ya nadie en la derecha se reclama liberal. Los grandes liberales se han extinguido como los pingüinos gigantes. La noble y españolísima palabra, exportada por los exiliados del XIX a los clubes y pubs londinenses, se ha convertido en una insignia maldita. Recuerda demasiado al espíritu indómito frente a todos los amos. Los candidatos republicanos en Estados Unidos se la sacuden como una pulga. John McCain, el favorito, tiene que proferir varios eructos antiliberales antes de desayunar para contentar a su electorado y jurar que es un auténtico conservador sin pulgas. El calificativo liberal es un estigma sospechoso, radical, propio de cómicos rojos, con perdón de los Padres Fundadores. También hubo un tiempo en que en nuestra derecha gozaba de prestigio, aunque fuera en dudoso embutido mixto: conservador liberal. Cabe el mérito a Aznar de perfeccionar el oxímoron hasta lograr un nuevo canon: el reaccionario liberal. Ahora todos huyen de la pulga. Lástima. Con la bonita letra que le había puesto La Chelito: "Como esa pulga la llegue yo a encontrar les aseguro que me las va a pagar". Parece el colofón de un discurso de Esperanza Aguirre, hasta ahora abanderada liberal. Pero al forrado Manuel Pizarro le ha quedado niquelado un prototipo fantástico: el currante liberal.
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