La fiesta sobria
¿Una fiesta sobria? ¿De las que podemos definir, en sentido figurado, como "sin alcohol"? El Teatro Real eligió para conmemorar los 10 años de su reapertura un programa con obras religiosas de Verdi y Rossini. La decisión levantó alguna suspicacia, pero la calidad musical borró del mapa cualquier tipo de controversia. El director musical, Jesús López Cobos, se decantó por obras de dos de los compositores más importantes de la historia de la ópera, que domina a la perfección. Tendió un puente además al Orfeón Donostiarra, que ya intervino hace 10 años en la noche de apertura del teatro con La vida breve, de Falla. El concierto del aniversario fue espléndido y lo único que, en todo caso, se añoró fue que solamente se interpretasen dos de las sobrecogedoras Cuatro piezas sacras, de Verdi. La fiesta era seria, qué duda cabe, pero siempre es preferible algo así, bien realizado e intensamente expresivo, a cualquier banalidad al uso.
El concierto ha supuesto además el reencuentro con Madrid -en forma genérica- del Orfeón Donostiarra, un coro que había disminuido su carisma en la capital los últimos años por razones que no vienen ahora al caso. La actuación del orfeón fue extraordinaria, a la altura de sus grandes días. En actitud, en preparación, en concentración, en empaste, en color, en fraseo, los orfeonistas brindaron una lectura impecable del Stabat mater, de Rossini, siendo dirigidos con empuje, fuerza interior, sentido de la organización e intensidad espiritual por López Cobos, en una gran noche del maestro zamorano.
También la Sinfónica de Madrid estuvo a la altura de las circunstancias, con una actuación tan flexible como compacta e inspirada, y se lució asimismo el cuarteto de solistas vocales formado por Antonino Siragusa, Carmela Remigio, Silvia Tro y Marco Vinco.
La abstracción rossiniana iba como anillo al dedo a director, orquesta y coro. Antes, en Verdi la emoción contenida se impuso sin reservas. ¿Era esto una fiesta o no? Para el firmante de estas líneas, sí, y grande, desde luego.
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