El deseo y la voz
Declaro de entrada mi invariable preferencia por personajes femeninos, la cual no se debe a una discriminación de género (lo sabes tú, Sancho amigo, mi predilecto entre ellos), sino a una simple razón de amor: junto a la poesía, la novela acompañó mi educación sentimental en la que las mujeres de ficción fueron casi tan decisivas como las reales.
Sin embargo, pese a mi temprana inclinación por la literatura, mi encuentro con Susana San Juan, personaje de Pedro Páramo, la memorable novela de Juan Rulfo, fue más bien tardío: varios años después de haber conocido a la María de Jorge Isaac, a la entrañable Ana Karenina de Tolstói, y a la inescrutable Alejandra de Ernesto Sábato. ¿Qué es lo que me atrajo y sedujo en esta mexicana universal que me sigue cautivando acaso como ningún otro personaje? No fueron, o no exclusivamente, sus rasgos físicos, más bien escasos: sus manos suaves y sus ojos de agua marina, evocados por la memoria avara de Pedro Páramo, el pobre poderoso inútilmente enamorado de ella. Y, entonces, ¿cuál la causa? Trataré de explicarme aunque, como se sabe, en asuntos de amor, aun sean de ficción, el corazón tiene sus razones que uno mismo, lector, no entiende.
Pocos como Juan Rulfo, en la voz de su criatura, han expresado con tanta plenitud el deseo amoroso
Hace poco más de un año, en el Instituto Cervantes de Nueva York, en un homenaje a Rulfo, que contó con la participación de su hijo Pablo, un reconocido escritor comentó que Susana San Juan era, más que un personaje, una voz lírica. Prefiero conciliar los dos términos, de ningún modo antinómicos, empleados por el crítico para afirmar que Susana San Juan es un personaje, es decir, una presencia, precisamente porque es una voz, pues ¿qué es lo que constituye más a una persona que los ojos y la voz? Y ¿qué es lo que nos dice la de Susana San Juan? Mejor escucharla a ella: "El mar deja mis tobillos y se va: moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos, se abraza de mi cuello, aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo".
Alguna vez alguien sostuvo que nadie hizo decir tanto a las palabras e incluso al silencio como el autor de esta novela; me limito a apuntar que pocos como él, en la voz de su criatura, han expresado con tanta plenitud el deseo amoroso. En este sentido, la voz de Susana San Juan tiene la intensidad de la de poetas como Delmira Agustini, el Machado de los poemas a Guiomar y, desde luego, García Lorca, entre otros. Pero acaso ninguna voz más hermana de la suya que la de San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual; en ambas: el anhelo apremiante de comunión, el ansia incandescente de salir de sí para trascender en el otro. Y aquí, tan reveladora afinidad, patente incluso en los nombres, me impulsa a mencionar otro filtro causante de mi fervor por ella.
Con frecuencia se ha destacado la felicidad con que García Márquez bautiza a sus personajes, equiparándola a la de Cervantes en El Quijote. Ese don se encuentra en igual proporción en Rulfo. Prueba de ello es justamente el embeleso que, en el lector sensible a la música de las palabras, produce un nombre inolvidable como el propio personaje, Susana San Juan, caracol verbal en el que se escucha el reclamo del deseo de absoluto y, al mismo tiempo, el lamento por su carácter irrealizable. Voz de la pasión amorosa, la de Susana San Juan lo es en igual medida de la desolación: quejumbre de un alma sofocada por un mundo (similar al que ya estamos habituados) diezmado por la codicia, el apetito de poder y la violencia, al que ella, indefensa, opone el muro -el refugio- de su locura. Poco antes de morir, le pregunta a Justina, su fiel nodriza: "¿Tú crees en el infierno, Justina?". Y ésta le responde: "Sí, Susana. Y también en el cielo". A lo cual Susana San Juan replica: "Yo sólo creo en el infierno".
¿Cuántas mujeres se reconocerían hoy en esta voz?
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