Como si el PP no existiera
Puesto que el PP se ha instalado en el no a todo y no es posible, en consecuencia, contar con él prácticamente para nada, la acción de gobierno tendrá que diseñarse sabiendo que el PP existe, pero desarrollándola como si no existiera.
Esto es, en definitiva, lo que se ha hecho o, mejor dicho, lo que se ha tenido que acabar haciendo, en la reforma de los estatutos de autonomía y no ha salido mal. El rechazo frontal de la reforma del Estatuto de autonomía de Cataluña ha conducido al PP al aislamiento en dicha comunidad y a tener que sumarse a los procesos de reforma en todas las demás, Andalucía incluida. La tarea constitucional más importante, después de la reforma de la Constitución obviamente, se ha sacado adelante de una manera razonablemente satisfactoria, a pesar del discurso apocalíptico del PP, que ha tenido que acabar aceptando en Andalucía, en Mallorca, en Aragón etcétera, lo que en Cataluña conducía, en su opinión, a la ruptura del Estado y a la desmembración de España. La valoración del punto de llegada del proceso de reformas de los estatutos a la luz del punto de partida del mismo al comienzo de la legislatura, únicamente puede ser positiva. Se ha concluido un trabajo de reforma del bloque de la constitucionalidad para los próximos decenios sin que se haya resentido el funcionamiento regular de los poderes públicos, estatales y autonómicos, y sin que se haya producido el más mínimo efecto negativo en el ejercicio de los derechos fundamentales por parte de los ciudadanos. España ha sido el primer país del mundo que, inmerso en un proceso de balcanización, ha tenido un crecimiento económico superior al de los demás países europeos que no se estaban balcanizando y un superávit de las cuentas públicas que contrasta con los déficits de bastantes de ellos.
Quiero decir con ello que la oposición del PP no impide que la acción de gobierno pueda seguir un curso razonable. Sin que se sepa muy bien por qué, la dirección del PP considera que tiene una suerte de veto sobre la acción de gobierno, que únicamente podrá ser considerada legítima, aunque pueda ser legal, si cuenta con su concurso. Pero esta es una opinión que no está siendo compartida por la mayoría de la sociedad española, e incluso por buena parte de los electores del PP. Ni en la retirada de las tropas de Irak, ni en la investigación del 11-M, ni en el matrimonio entre individuos del mismo sexo, ni en las reformas estatutarias, ni en la gestión del proceso para poner fin a la violencia de ETA.
El Gobierno tiene que seguir con su agenda de reformas y tiene, sobre todo, que mantener su apuesta de que el fin de la violencia es posible, más posible de lo que lo ha sido nunca antes. Ello le va a exigir mover ciertas fichas y correr ciertos riesgos, pero como más de lo que se ha rendido a ETA ya no se puede rendir, tampoco habrá que darle más importancia a las críticas que vengan del PP, de la Asociación de Víctimas del Terrorismo y demás acompañantes.
Esto lo van a entender los ciudadanos. Lo que no entenderían es que se paralizara la acción de gobierno por temor a la oposición del PP. Y queda muy poco tiempo. La gestión de un proceso de fin de la violencia tendrá que ser valorada por los ciudadanos en las próximas elecciones generales, pero lo que no se puede es someter a los ciudadanos la decisión sobre el proceso del fin de la violencia. Esta es una cuestión que tiene que ser resuelta por los órganos representativos de los ciudadanos, Gobierno y Cortes Generales, que para eso están. Antes de las próximas elecciones generales tendría que haberse alcanzado el compromiso básico con el que podría instrumentarse el proceso de fin definitivo de la violencia por parte de ETA. O llegarse a la conclusión de que no es posible alcanzarlo. Pero los ciudadanos tienen que acudir a las urnas sabiendo qué es lo que se ha hecho en este terreno. Si lo que se acuerda es razonable, el PP, por muy apocalíptica que sea su crítica, tendrá que acabar aceptándolo.
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