Damas combativas, púlpitos y asambleas
El público que asiste a las conferencias, programadas casi siempre entre las siete y las ocho de la tarde, muchas de cuño histórico, está formado ostensiblemente por mujeres de edad media, que demuestran una gran avidez por todas las formas del conocer.
Su aspecto siempre mucho más aseado que el que presentan los hombres y su corrección en las salas resulta, por comparación, también evidente. Es frecuente el hombre que inopinadamente se marcha farfullando maldiciones antes de finalizar la conferencia, mientras que es raro ver hacer lo mismo a una mujer.
Cuando una dama decide entrar en liza con un conferenciante, demuestra una contundencia rotunda en sus argumentaciones, trufadas a menudo de sentido común y, también, de sentido práctico. Y hace, además, gala de un sentido del humor que deja descolocado a gran número de conferenciantes que -casualidad- son mayoritariamente hombres.
En cuanto a los disertadores, el ciclo recorrido durante la última década parece abarcar el comprendido entre el púlpito a la asamblea. Hoy, cuando los templos madrileños se vacían poco a poco y las salas de conferencias rebosan, si el conferenciante propende a pontificar, el auditorio se revuelve y muestra un rostro asambleario; si, por el contrario, quien enuncia la prédica se muestra empático en exceso con los asistentes, los más conspicuos entre éstos le reprocharán que no dogmatice más.
Es un juego incesante. Como infinito es el mecanismo que lleva aún a muchos asistentes masculinos a irrumpir en los coloquios no para añadir información a lo ya dicho por los ponentes, sino para emitir alegatos cuyo sedimento común suele ser demostrar que, quien los está enunciando, es una persona buena. En casi todos los debates consecutivos a una conferencia subyace esta constante. "Pero lo importante no es decir que uno es bueno, de lo que se trata es de hacer el bien", afirma en voz baja, con una sonrisa, una señora de sienes plateadas, mientras dos caballeros libran una contienda sin fin.
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