La víctima irrelevante
La fundamental diferencia entre la periodista Anna Politkóvskaya y su colega Elena Tregubova se reduce a que esta última vive de momento y aun escribe libros como Los mutantes del Kremlin. Cierto que sobrevive por casualidad, porque la bomba que debía matarla en diciembre del 2004 no estalló. Y no es común que los asesinos a sueldo en la Rusia actual fallen. El goteo de muertos es continuo. Uno de los últimos fue el vicegobernador del Banco Central, Andréi Kozlov, y ayer Anatoli Voronin, gerente de la agencia de noticias Itar-Tass. Hace tiempo que estos asesinatos se fueron alejando de la clásica modalidad del atentado mafioso tan fácilmente atribuible luchas entre bandas rivales. Cada vez se ven más como limpias operaciones quirúrgicas de quienes se saben a salvo de represalias y por encima de la ley. Si en regiones remotas de Rusia y en el Cáucaso, las desapariciones y liquidaciones tienen dimensiones de los clásicos escuadrones de la muerte, en Moscú todo ha de ser un poco más europeo. Pero con la lógica siempre del susto final cuando las advertencias previas y las amenazas de muerte civil o física no han surtido efecto.
Facilita mucho la práctica la convicción ya definitivamente impuesta en la nueva Rusia del zar Vladímir Putin de que aquellos que denuncien abusos del poder, luchen contra su abismal superioridad y desafíen así al más elemental sentido común, han de ser unos excéntricos o unos locos perfectamente marginados. Como las histéricas Politkóvskaya y Tregubova. El país va bien y quien no lo ve se desacredita.
La sociedad ha aceptado otra vez el pragmatismo de la sumisión a un Estado de poderes absolutos incuestionables. Vive otra vez con alma de mushik, lacayo o del funcionario privilegiado que en su nuevo tipo goza las migajas del inmenso pastel de la opulencia del gigante energético. La armonía soviética ha sido plenamente restaurada. Con la firmeza añadida, con la que en ocasiones la URSS no contó. Estos locos que piden dignidad y respeto para las víctimas y una rebelión contra el miedo, ya no son encerrados en clínicas psiquiátricas como en la época de Sajarov, Solzhenitsin y Sharanski. Son ignorados por todos mientras no crucen una invisible raya roja que no se dibuja en tabernas sino en salones. Y sus testimonios y denuncias sobre el desprecio y el abuso de los gobernantes se reciben con tanto desprecio como complaciente acuso de recibo en embajadas -ávidas de contratos y cariños de un Kremlin opulento-, empresas extranjeras -en lucha por lograr alguna licitación- y ONG, dedicadas solo a intentar sobrevivir en Rusia para que fuera de allí paguen la nómina a sus empleados.
Nadie exige ni espera ya un trato digno a una población en la que pocos se atreven ya a exigirlo. Por muchas lágrimas de cocodrilo que caigan por Politkóvskaya, tenía toda la razón Putin cuando decía hace unos días que "la influencia que tenía [la víctima] era irrelevante". Rusia es ya una inmensa corporación que controlan los chequistas -ahora ejecutivos pero firmes en su lema de que un chequista jamás se jubila- y los pistoleros que se avinieron a sus condiciones. Sin ansias de dignidad, honrar a las víctimas es gratuito y peligroso por lo que el consenso ha llegado de la mano del miedoso sentido común. Renta más el aplauso al ganador poderoso, sonriente y rodeado de cómplices en el éxito.
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