El templo de Mishima
Japón despierta pronto, a eso de las seis de la mañana. La humedad en verano a esa hora es ya insoportable, y nada más salir del hotel, uno tiene la sensación de no poder respirar. Desde la más sureña de las islas del país, Kyushu, se llega a Kioto tras un recorrido de poco más de tres horas en el tren bala Shinkansen. Durante el viaje se combinan plácidamente, sin ruptura aparente, campos de arroz, ciudades con altos edificios -plagados de luminosos reclamos publicitarios-, el mar tranquilo y la montaña profunda. Tradición y modernidad en la tierra del sol naciente.
En el transbordo en la ciudad de Osaka, los viajeros aguardan en milimétrica y respetuosa fila para subir al carruaje. Entre murmullos apenas perceptibles van acomodándose en sus asientos. Sólo faltan 20 minutos para alcanzar Kioto... Tiempo suficiente para descalzar los pies, comer un poco de arroz con vegetales acompañado de té verde e incluso leer el diario. Desde Osaka hasta Kioto, los rascacielos no dan tregua a la naturaleza y se adueñan del paisaje.
Kioto es la antigua capital del imperio. Más de dos mil templos lo atestiguan. De nuevo, la humedad y el ruido inconmensurable de automóviles, trenes, altavoces urbanos que no cesan de transmitir música y mensajes ininteligibles para el común occidental. Un trayecto de poco más de 25 minutos en taxi, de asientos inmaculados, me traslada a las afueras de la ciudad, donde por fin llego al templo Kinkaku-ji. Joya de la era Oei (siglos XIV y XV), el templo y su famoso pabellón central, original de 1398, fueron incendiados por un joven novicio budista en 1950 y levantados de nuevo en 1955. En la novela El Pabellón de Oro, Yukio Mishima nos legó un magnífico relato en el que sondea las claves psicológicas del siniestro.
Cena sobre el tatami de un tradicional restaurante japonés, lugar ideal donde dar buena cuenta de variadas y suculentas delicias autóctonas: sushi, sashimi, sukiyaki, tempura... Después, ya de noche, mientras viajo hacia el sur del país en el Super Express, sólo la fugaz ráfaga de la luz de las estaciones y los oscuros pensamientos de aquel acólito budista mantienen mi mente despierta, mi viaje inacabado.
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