De inmigrantes y marisco
No eran sardinas, no. Ni siquiera atún. Era marisco. Lo que el barco español estaba pescando frente a las costas de Mauritania cuando se topó con 170 inmigrantes al borde de la extenuación era marisco. Y supongo que del bueno, de ese que por estos lares nos suele gustar tanto. A diferencia de las personas -que fueron devueltas cortésmente a su punto de partida-, el marisco sí podrá entrar legalmente en España y, si no fuera por lo corta que resulta su estancia, quizás podría incluso llegar a votar en las próximas elecciones municipales, siempre y cuando demostrara su plena integración y el dominio de los idiomas catalán, gallego, bable, aranés y euskera, amén de la lengua de Cervantes.
Resulta irónico que en una sociedad en la que sus empresas declaran beneficios multimillonarios, las urbanizaciones, los campos de golf y los chalés de lujo se multiplican por doquier, y se gastan auténticas fortunas en espectáculos deportivos de masas (esa cosa llamada fútbol), sus responsables políticos se declaren desbordados y alarmados por la llegada de unos miles de personas que sólo buscan un futuro más digno. Ni siquiera creo que valga la pena recordar cuál es el origen de esa miseria que tanto nos asusta. Pero lo que sí me deja pasmado es la falta de misericordia de una sociedad opulenta y engreída que cree ver una "amenaza" en lo que son, simple y llanamente, hombres y mujeres desesperados. En Canarias, sus políticos piden la intervención de la ONU mientras en los hoteles de cinco estrellas los spas, las saunas y las piscinas bullen de actividad. Y nuestro Gobierno, en paralelo, anuncia en Senegal que "frenará" a los "sin papeles" manu militari, con más patrulleras y helicópteros. Quizás sí. Quizás logremos frenarles, pero ¿quién nos frenará a nosotros?, ¿quién nos protegerá de nuestra propia locura.
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