Predicar en el desierto
Hay paisajes herméticos y abrasados en cuyo interior parece retumbar un trueno de otro mundo. La semana pasada recorriendo las carreteras secundarias y ardientes de la provincia de Almería, tuve la sensación de que yo había visto antes aquel escenario y en uno de esos remolinos de la memoria me asaltó la visión de un jinete ataviado a la manera de los tuaregs, realizando la proeza de montar un camello al trote con una mano en la silla y un fusil en la otra.
Para nosotros Lawrence de Arabia pasó a la historia con los ojos inconfundibles de Peter O'Toole, que fue el rey absoluto de las pantallas de cine durante aquellos veranos eternos de cuando éramos niños. Aunque entonces no sabíamos que su territorio fílmico no era otro que esta jamada almeriense hoy tapada con invernaderos de plástico y sembrada de adosados donde los jubilados alemanes vienen a secarse lo huesos al sol.
Tenía gradación de coronel de la Royal Air Force, pero llegó a interiorizar hasta tal punto la poética del desierto que acabó inspirando el mayor movimiento nacionalista de los árabes desde los tiempos de Mahoma. La editorial Península acaba de reeditar ahora un libro de Robert Graves, publicado originalmente en 1927, sobre sus conversaciones con T.E. Lawrence cuando ambos se conocieron en El Cairo. Fue allí donde el autor de Yo Claudio, quedó fascinado por un personaje que apenas medía un metro sesenta y cinco de estatura y que no creía en ningún concepto absoluto político o religioso, aunque llegó a ser venerado, incluso por sus enemigos, como un Dios.
"Decimos que estamos en Mesopotamia para desarrollarla por el bien de mundo. Pero en qué va a favorecer a la producción de trigo, de algodón y de aceite la matanza de este verano con decenas de miles de campesinos muertos y de ciudades destruidas". Estas palabras que podrían ser escritas hoy contra la guerra de Irak por cualquier corresponsal enviado a la zona de conflicto, fueron publicadas el 22 de agosto de 1922 en un furibundo artículo del Sunday Times firmado por T.E. Lawrence. Este hombre silencioso podía aguantar varios días sólo con algo de chocolate, una naranja y una taza de té. Durante casi veinte años se dedicó a pensar el mapa inflamado de Oriente Próximo, pero su gobierno no le hizo caso. Aquella Mesopotamia de después de la I Guerra mundial y este Irak del siglo XXI están unidos por el mismo cable de alta tensión.
Mientras iba recorriendo con un grupo de amigos la descarnada estepa almeriense en un todo terreno cubierto de polvo, escuchamos en la radio del coche el bombardeo de la aviación israelí machacando el Líbano y la respuesta de la guerrilla Hezbolá haciendo estallar sus misiles junto al mar de Galilea. La soledad del paisaje se quebró de pronto con una algarabía de sirenas de ambulancia bajo el sol inmisericorde del mismo desierto que un día recorrió Peter O'Toole encarnando al primer hombre que defendió la Alianza de Civilizaciones.
Lawrence de Arabia no respondía precisamente al perfil de idealista ingenuo; podía creer en la bondad humana o la fraternidad universal, pero era un tipo bregado en mil batallas y precisamente por eso poseía el instinto de ver venir las tormentas y el carisma necesario para sortearlas. Un tipo así, aunque nada cinematográfico, es el que se necesitaría para que Oriente Próximo pudiera salir del laberinto infernal en que se encuentra metido.
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