Poner la otra vajilla
Qué lejos quedan esos días en los que en los restaurantes creativos, para distinguirse de los de menú, te ponían platos cuadrados. Ahora, en cualquier Todo a un euro venden platos cuadrados y las personas vulgares los usamos hasta para comernos el bocadillo de chistorra frente a la tele. Por eso, ahora, en los restaurantes creativos ya ha habido otro cambio de paradigma. Ahora, lo que se lleva es que ningún plato sea igual a otro. Justo lo contrario de lo que hacemos nosotros en casa. Si nosotros usamos los platos desaparejados para los días de cada día y guardamos la vajilla completa para los días señalados, ellos lo hacen al revés. Ellos suelen servirte la ensalada en un triángulo de cristal transparente, la lubina en una pecera de loza y el flan en una copa de cava esmaltada.
El ejemplo de máxima creatividad en vajillas pude comprobarlo el otro día en el restaurante Lasarte, que Martín Berasategui ha abierto en el Hotel Condes de Barcelona. Allí, durante una velada estelar, me pusieron un plato que deja atrás cualquier otro plato por raro que sea. Era un plato de pizarra. Es decir: era un fragmento rectangular de la roca metamórfica homogénea oscura que tiene la particularidad de exfoliarse fácilmente en láminas y que suele usarse como material de construcción o como soporte para escribir con tiza.
No hace falta que les diga que un plato así queda precioso. Encima de él, ese milhojas caramelizado de manzana verde, foie-gras y anguila ahumada destacaba una barbaridad. Daban ganas de hincarle el diente. Y es lo que yo quise hacer. Para ello, cogí el tenedor y el cuchillo y me dispuse a cortar. Pero cuando el cuchillo entró en contacto con la pizarra, chirrió, igual que chirría una tiza. No quiero describirles la angustia que sentí cuando noté que el metal rayaba un material tan poroso. Ahora mismo, escribiendo estas líneas se me pone piel de gallina y me estoy mordiendo los labios. No pude terminar la comida, con lo buena que parecía. Cada vez que intentaba cortar me rechinaban los dientes. Si el plato hubiese sido una deconstrucción de calçots o algo que se pudiese comer sin cuchillo habría sido distinto (los calçots, a veces, te los ponen en una teja). Pero cortar milhojas sobre una piedra de pizarra es algo reservado a muy pocos escogidos.
Algún pusilánime dirá que poner platos de pizarra es una idiotez, porque provoca una sensación desagradable en el pobre comensal, sensación acrecentada al pensar lo que pagará por esa comida que no es capaz de comerse. Y ese pusilánime dirá también que la anticuada loza o el arcaico cristal tiene una razón de ser. Precisamente, que el contacto con los cubiertos no resulte áspero y no nos haga rechinar los dientes. Pero no es así. Al contrario. Yo sé que el dueño de este restaurante nos está haciendo un guiño a los más inteligentes. Nos está diciendo que, si bien en su restaurante se comen delicadezas excelsas, él no deja de ser vasco. Y un vasco de verdad no sólo corta el milhojas sobre piedra de pizarra sin que le rechinen los dientes, sino que corta un entrecot sangrante con un cuchillo de sierra. Por eso, partir de ahora yo aconsejaría a los restaurantes vascos de fusión que sirvan los quesos sobre una pizarra Velleda, y que nos deshuesen el pichón sobre un trozo de conglomerado sin pulir. Los postres, siempre sobre Uralita. Y con el tiempo, todas las tazas de los inodoros deberán ser de Duralex.
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