Un portugués crítico y valiente
José Valentim Fialho de Almeida (1857-1911) es eso que en toda literatura se conoce como un raro. Fue portugués, de cuna rural, vivencias inequívocamente lisboetas y literatura cosmopolita. Su existencia consistió en una constante lucha contra la miseria y en una apasionada relación con la bohemia, el lado mefítico de las cosas, la necesidad de que en el mundo lata la ternura. La interpretación más freudiana de su universo literario le vincula con una infancia de mancebo de farmacia y noches pasadas estirado o encogido en un tablón, pero sobre todo una infancia repleta de gentes nimbadas por la pobreza, que se le ponían incesantemente delante.
En Portugal es un nombre
LA PELIRROJA
Fialho de Almeida
Traducción de Antonio
Sáez Delgado
Periférica. Cáceres, 2006
160 páginas. 11 euros
que suena a todo el familiarizado con la literatura, pero el tiempo le ha privado de lectores. Un poco como sucede con escritores como Afonso Duarte o Faure da Rosa. Tiempo hubo en la vida de Fialho en que su libro Os gatos formaba parte de los estudios escolares. También alcanzó repercusión O país das uvas. A ruiva (La Pelirroja) apareció en una revista en 1978, y le retrata perfectamente como alguien a caballo de la tradición y la modernidad.
El estilo de esta obra de juventud es ya muy suyo: siempre veloz, inesperado; lo impulsa una compasión afilada. Es sobre todo la historia de una muchacha empapada de miseria, crecida en ambiente de sepulturas y vinazo, y también la historia de su enamorado, con más oportunidades de sobrevivir simplemente porque es hombre, y varias historias de personajes sórdidos, de alcahuetas y pendencieros. Fialho narra tanto a lo posromántico como con morbosidad modernista, pero nunca renuncia, en su deriva casi esperpéntica, al naturalismo, incluso al determinismo social. Con una maestría insólita, le casan los altos vuelos con el fogonazo chabacano. En estas páginas no se elude la tensión erótica, la explotación y la esperanza que acarrea el sexo en una sociedad hipócrita y corrupta; la pintura de la degradación de los pobres y el contraste con el escaparate de los ricos nunca es demagógica, sólo irrebatible.
Con Fialho, estamos lejos de la ironía límpida de un Eça de Queiroz, pero no tanto de esa apelación a que el espíritu redima de la ruina. Estamos lejos del arrebato sentimental de Camilo Castelo Branco, pero no tanto de ese mirar cara a cara la fatalidad. Fialho, visto ahora, fue un precursor de muchas cosas; pero leído lo más directamente posible, obviando en lo posible los datos retrospectivos, nos impregna del encanto del coraje, de la imperfección, del escribir como ahora ya no se quiere escribir: en la cuerda floja.
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