Leo Bassi: ¡Sócrates te quiere!

Hace 20, incluso 40 años, cuando los jóvenes europeos estaban convencidos de que Dios no existía y que algunas cosas más quedaban a punto de extinguirse, un Leo Bassi con melenas y presente en todas las revueltas incendiarias que encontraba en el camino, jamás pensó que a estas alturas tendría que proponer un espectáculo como La revelación. Mucho menos, que si se le ocurría exponer sobre un escenario argumentos en contra de cualquier fe que no tuvieran que ver con la razón, ni fueran hijos de Voltaire, lo iba a tener que hacer con guardias de seguridad custodiando las tablas porque días antes unos cromañones habrían intentado volarle la conciencia con una bomba tan casera como plagada de intenciones asesinas.
Pues así están las cosas, así anda el patio en este siglo XXI que para algunos no parece haber superado la genial elipsis que propuso Stanley Kubrick en 2001, una Odisea del espacio cuando unos monos lanzan un hueso al aire que se convierte en nave espacial. A muchos, la pesadez de los crucifijos al cuello les obliga todavía a caminar a cuatro patas y a emitir sonidos guturales en forma de letanías entre las que se pierden y arruinan su libertad de pensamiento dando vueltas en torno a círculos asfixiantes.
Que no se equivoquen, el espectáculo de Bassi no va dirigido a ellos porque está fuera de toda duda su incapacidad para saber cuánto suman dos y dos. El espectáculo de Bassi es para almas sensibles y públicos con ganas de explorar muchos límites, un reto para los espíritus con dudas, un regocijo para los creyentes en la palpable fe de Descartes, pese a que Juan Pablo II se empeñara en declararle germen del fascismo y el comunismo, así, dos por el precio de uno, como el mismo Bassi revela. Aunque da pena que para entrar en ese foro libertario y libre de todo pecado, los responsables del teatro Alfil, una sala tan mítica como resistente en el centro de Madrid, se vean obligados a registrar los bolsos y las cazadoras, pocas veces el público es tan comprensivo con la autoridad y accede a un cacheo tan encantado. Hasta el presidente del Barça, Joan Laporta -que saltó más a la fama por desnudarse para ser registrado en un aeropuerto-, mostraría gustoso sus calzoncillos en mitad de la calle del Pez para disfrutar de la labia llena de azufre que despliega Bassi.
Ya dentro, él se define como bufón y, en consecuencia, ateo. Sale a escena acompañado de dos curas que ofician como monaguillos para repartir condones y pedir perdón por los desmanes de la Iglesia Católica: por la Inquisición, por no haber admitido a tiempo que la Tierra gira alrededor del sol, por el comportamiento en la santa cruzada, perdón, en la Guerra Civil; por aniquilar la teología de la Liberación, que ha hecho perder clientela en América Latina en favor de una avalancha de charlatanes iluminados. De hecho, él podría ganarse la vida como telepredicador en Texas impartiendo teorías creacionistas y, de paso, haciendo de intermediario entre Jesucristo y su rebaño a 50 dólares por el contacto. Pero no, prefiere desmitificar lo que hace tiempo debía haber estado superado y desacralizar lecturas como la Biblia con desternillantes análisis del Génesis, el diluvio universal, las bodas de Caná, en su homenaje al genial Misterio Bufo, de Dario Fo.
Lo hace aunque le vaya la vida en ello, porque no parece estar exento de que algún terrorista le parta el cráneo en este Madrid, todavía ciudad abierta, pese a algunos. Luego habrá que salir a manifestarse montados en su Bassi Bus que, por cierto, vuelve a cabalgar hoy para sonrojar alguna conciencia. Probablemente él hubiese preferido no hacerlo. Quizás, cuando emprende un ejercicio de memoria y rebusca en algunas utopías alcanzables de su juventud, cree que hubo un tiempo en el que estuvo convencido de que, a estas alturas, todas esas pamplinas tenebrosas estarían superadas. Lo mismo que pensará la mayoría de los jóvenes que abarrotan todas las noches el Teatro Alfil, seguros de que en 20 años nadie tendrá que hablar de cosas similares. Igual que ocurría cuando los que ahora tenemos 40 nos desternillábamos con La vida de Brian o comulgábamos con las blasfemias del Teledeum, de Els Joglars. Nunca creímos que seguiríamos encerrados en el mismo laberinto y que hoy fuera necesario seguir derribando dioses para gritarle a un dignísimo bufón: ¡Sócrates te quiere!
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