Para llevárselo a casa
Santiago Roncagliolo es uno de esos tipos infrecuentes que aparecen en la vida de la gente y que, apenas se le conoce, tiene uno ganas de llevárselo a casa. De hecho, él debe saber que produce ese efecto en la gente porque antes incluso de que yo lo conociera, él ya estaba en mi casa.
Fue hace unos días, en Lisboa. Roncagliolo acababa de llegar a la ciudad con mi amigo Marcos Giralt Torrente. Venían de Póvoa de Varzim, un pequeño pueblo costero del norte de Portugal que tiene amplia tradición literaria por sus encuentros de escritores lusófonos e hispanos. Los dos habían presentado allí sus novelas, que acaba de editar en portugués Teorema, la editorial de ese maravilloso apasionado de la literatura en castellano que es Carlos da Veiga, y al día siguiente las volvían a presentar en el Instituto Cervantes de la capital. Giralt venía alucinado con el joven Roncagliolo: además de presentar su novela en fluido portugués, el tío había vendido sobre la marcha los 15 ejemplares que llevaba. Así y todo, le había caído bien, así que cuando llamó al móvil, le dijo que viniera. A los dos minutos, el joven Roncagliolo tocó el timbre. Llovía a mares, venía hecho una sopa, se metió al baño a secarse las gafas, salió del baño, se metió las gafas en el bolsillo, se sentó, empezó a hablar y ya no paró.
Allí estaba la célebre labia peruana, que al parecer se transmite de generación en generación (como los cargos políticos, el humor, el dolor de la patria y el talento literario), en plena ebullición. En el breve espacio de cuatro o cinco cervezas, contó su primera novela, sus reportajes más recientes, los entresijos de su próximo libro, "una biografía de Abimaíl Guzmán", su vida como aprendiz de periodista en un diario sensacionalista de Lima, su devoción por Bryce Echenique, las claves secretas del auge y caída de Fujimori, su relajada existencia en el seno de una familia bien desestructurada, su corta carrera como guionista de culebrones, su llegada a España (donde, para poder residir, fue contratado por un amigo hippy, o quizá rasta, como falso empleado doméstico), las líneas maestras de su noviazgo con una chica valenciana, las memorias de otro noviazgo anterior con una brasileña que tenía un gato sin castrar (ahí aprendió el portugués que utilizó para seducir a los oyentes de Póvoa, de ahí sacó al gato que convirtió en personaje crucial de Pudor), sus planes para los próximos meses (entre los que no citó, desde luego, ganar el Premio Alfaguara).
Menudo pesado, dirán algunos. ¡Justo al revés! Roncagliolo lo cuenta todo con tanta gracia, tanta contención y tanta sabiduría, que parece que en vez de 30 años tuviera 60, o que fuera de la familia desde siempre. Al día siguiente, comimos, presentó la novela (en portugués fluido), cenamos, tomamos unas copas. Cuando nos despedimos, Roncagliolo seguía hablando. Ahora, en casa, todos estamos leyendo Pudor. En portugués, claro. Es lo que tiene Roncagliolo. Te lo llevas a casa, y él ya no se va.
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