Vencedores y vencidos
Vencedores y vencidos, vencedores o vencidos, vencedores sin vencidos, son algunos de los títulos que, a lo largo de las últimas décadas, han dado nombre a novelas y guiones cinematográficos, algunos de los cuales llegaron a alcanzar bastante notoriedad. A partir de casos y realidades diferentes, con planteamientos no siempre coincidentes, la reflexión acaba siempre girando en torno al mismo tema: cómo proceder cuando se trata de cerrar episodios dolorosos de la historia, episodios que, con independencia de las ideas y los argumentos esgrimidos por sus protagonistas, han influido de manera decisiva en la vida de una o varias generaciones, dejando tras de sí una traumática secuela de víctimas.
La reflexión sobre estos asuntos suele darse normalmente en dos direcciones diferentes: una de ellas tiende a buscar la mejor forma de acompañar y consolar a las víctimas, procurando al mismo tiempo el rearme moral de la sociedad, vacunándola frente a las tentaciones violentas o totalitarias, desde el reconocimiento de un pasado que nunca debió darse. Pero junto a esta reflexión aparece otra que trata de mirar hacia delante, con el objetivo de superar cuanto antes el trauma colectivo, de pasar página, de recuperar el tiempo perdido. Algunos asocian la primera de estas miradas con un cierto inmovilismo y con la ausencia de voluntad para superar los problemas, aun a riesgo de permanecer instalados en la conflictividad y el sufrimiento. Otros, en cambio, tienden a asociar la segunda con un exceso de pragmatismo que sólo busca evitar la perpetuación del dolor, aun a riesgo de tener que hacer alguna concesión, e incluso de herir los sentimientos de las víctimas directas. Quienes se instalan en la primera alternativa tienden a hablar de una paz en la que necesariamente ha de haber vencedores y vencidos. Quienes propugnan la segunda, tienden a defender, por el contrario, la necesidad de que no haya vencedores ni vencidos.
El problema, como siempre, reside en lo que cada uno entiende por vencer, o resultar vencido, más allá de la demagogia con que se emplean las fuerzas políticas en esta sociedad mediática en la que parece que cualquier disparate puede adquirir visos de verosimilitud. En nuestro caso, hay un asunto que, en mi opinión, no deja lugar a dudas: si, hoy en día, ETA busca una salida basada en que la sociedad vasca pueda decidir autónomamente sobre su futuro, eso no es otra cosa que el reconocimiento de la derrota de su proyecto: el de imponer, por la fuerza, una determinada forma de entender el País Vasco, nuestro futuro, y el de nuestros hijos. En consecuencia, no parece haber motivos para dudar de la victoria de la democracia frente al terror, si a los resultados nos atenemos.
Porque aquí -frente a lo que algunos desearían- el problema no está en la opción entre vasquismo o españolismo, entre Euskadi y Madrid, entre autonomía o independencia, entre un sentimiento identitario u otro, sino en la forma, en el procedimiento, en las reglas de juego mediante las cuales dirimir un futuro que, en todo caso, dependerá de la voluntad de las futuras generaciones y de las circunstancias que concurran en cada momento. Sin duda, habrán de establecerse fórmulas para que la voluntad colectiva pueda expresarse libremente -algo imposible hoy en día por culpa del terror-, y las condiciones que se requieran para que todos los proyectos puedan ser, en su caso, puestos en práctica sin lesionar los derechos de nadie. Pero ello representaría, en todo caso, el triunfo de la democracia y la derrota de la violencia.
Ahora bien, dicho eso, sería conveniente diferenciar entre lo que pueden ser ideas vencedoras o vencidas -o, mejor aún, procedimientos vencedores o vencidos-, y lo que serían personas o grupos sociales vencedores o vencidos. Y, desde este segundo punto de vista, si queremos construir un futuro de esperanza y de paz para nuestros hijos, habrá que buscar formas de convivencia, de reconciliación o cómo quiera llamárseles, para lo que la insistencia en proclamar vencedores y vencidos puede representar una rémora.
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