Sin harapos
En los literarios tiempos dorados, cuando se desconocía el rostro de la maldad o el interés por el dinero, la Justicia con mayúscula paseaba desnuda por pueblos y villorrios, porque no tenía de qué avergonzarse. Luego, cuando apareció el delito y los jueces conocieron la ley de la arbitrariedad o el encaje, a la Justicia, también con mayúscula la vistieron con harapos. Eso es, más o menos, lo que vino a escribir Cervantes, para justificar la entrada en escena de los justicieros caballeros andantes, que tampoco existieron nunca. Lo que siempre hubo fueron decisiones o sentencias judiciales justas o injustas, correctas o erróneas, cabales o parciales.
La inmensa mayoría de nuestros vecinos franceses creen ahora mismo que las sentencias de sus jueces no son justas ni imparciales. Un estado de opinión comprensible, originado en el país vecino por el llamado caso Outreau; el caso de un pueblo en el norte de Francia en donde un jovencísimo juez, de aspecto agradable y como salido de un serie televisiva americana, le puso harapos a la justicia: condenó a inocentes de supuestos delitos de pederastia; inocentes que pasaron por la cárcel, donde se suicidó alguno de ellos, y que en las últimas semanas han sido excarcelados. Una comisión parlamentaria en la Asamblea Nacional está investigando el tema, y ante dicha comisión debe comparecer el inexperto juez Burgaud, que al parecer fijó su atención en donde no debió fijarla, por la inconsistencia de los testimonios, a lo largo de la investigación judicial. Una desgracia, cuando se contempla a una familiar del inocente que se suicidó detrás de los barrotes, paseando la foto del fallecido por las televisiones europeas para reivindicar su memoria. Una conmoción social entre nuestros conciudadanos europeos, que ha hecho que los medios de masas se ocupasen del tema tanto o más que se ocuparon del desastroso cemento urbanístico de nuestras costas. Una errónea e injusta sentencia judicial que ha obligado a Pascal Clément, ministro galo de Justicia, a indicar que para restaurar la confianza en la misma, en la Justicia con mayúscula, es preciso explicar cómo funciona.
Pero esa explicación no la necesitan tan sólo nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos. La necesita también el vecindario de aquí, porque unas veces la Justicia se pasea desnuda y otras con harapos. Sin ir más lejos, ese otro día los juzgados de Castellón sentenciaron a cuatro años, seis meses y un día de prisión a un ciudadano de La Plana por un delito que atentaba contra el medio ambiente y vulneraba la ordenación del territorio: había transformado en regadío unos terrenos de protección forestal en las laderas de la Serra d'Espadà. Eso, y en sentencia más que justificada, alteraba el equilibrio del ecosistema natural con peligro de contaminación de aguas y de erosión, además de haber eliminado la vegetación natural en nuestro suelo rocoso. Nada que objetar a una tal sentencia que el acusado podrá recurrir, porque el recurso es su derecho legal. La cuestión que se plantea el vecindario y que no explicará el ministro galo de Justicia, ni esclarecerá la comisión parlamentaria de la Asamblea Nacional es el porqué de esta sola sentencia en territorio valenciano, cuando los delitos medioambientales están a la vista de todos junto a la sierra y junto al mar.
Tampoco nos explicarán nuestros vecinos del norte, para restaurar la confianza en una Justicia sin harapos, por qué los supuestos estafadores de fondos públicos de las tierras míticas o por mitificar escapan de la Justicia por "defectos de forma".
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