Prudencia no es cobardía
No sé si Josep Lluís Carod Rovira leyó la columna que el pasado domingo escribió Antonio Jiménez en EL PAÍS comentando la investigación de la Universidad de Syracusa sobre la relación inversamente proporcional del tamaño del cerebro y de los genitales de los murciélagos machos, pero si no la leyó, debería leerla y reflexionar sobre lo que en ella se decía. Le ayudaría a evitar hacer el ridículo.
No se pueden mezclar los cojones con las reformas normativas. Por cojones, según supimos por el ministro de Agricultura del Gobierno de José María Aznar en su segunda legislatura, Miguel Arias Cañete, se hizo el Plan Hidrológico Nacional y a la vista está el resultado conseguido. No ha servido nada más que para estimular el ejercicio del derecho de manifestación en un par de ocasiones por parte del PP en el Levante español. En lo demás, ha sido completamente estéril.
Una reforma normativa se justifica porque puede ser explicada y porque, tras su explicación, puede ser compartida por la mayoría de la sociedad. Cuando así se hace, un Gobierno puede llevar adelante la reforma, por mucho que se le intente atemorizar desatando una presión en todos los terrenos imaginables. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero mantuvo la reforma de la ley que ha hecho posible el matrimonio homosexual, a pesar de la manifestación convocada formalmente por el Foro de la Familia y materialmente por la jerarquía eclesiástica y el PP, y de la intervención extemporánea del Papa o de la mayoría del CGPJ. O ha mantenido la LOE, a pesar de la presión a la que fue sometido con la finalidad de impedir su tramitación parlamentaria. O retiró las tropas de Irak o practicó una regularización de inmigrantes de una extraordinaria entidad, a pesar de la lluvia de críticas. La trayectoria de este Gobierno no justifica que se le pueda acusar de timorato. Ha demostrado que no se arruga fácilmente. Ni dentro ni fuera del país.
Ahora bien, una cosa es no tener miedo y otra muy distinta ser temerario. La reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña no es una cuestión de echarle cojones por parte del presidente del Gobierno, sino de llegar a un acuerdo que pueda ser explicado y que, como consecuencia de la explicación, pueda acabar siendo aceptado por el conjunto de la sociedad española, incluida la sociedad catalana. El problema no son Aznar, Rajoy, Acebes, Zaplana, Jiménez Losantos o Pedro Jota Ramírez. El problema es que el texto del proyecto de reforma, tal como ha sido aprobado por el Parlamento de Cataluña, no resulta aceptable en el resto del Estado. Y mientras no se consiga un texto que sea aceptable en Cataluña y en las demás nacionalidades y regiones que integran España, el presidente del Gobierno no podrá hacerlo suyo. No por miedo, sino porque sería suicida. No hay Gobierno de España que pueda sobrevivir a la percepción generalizada de parcialidad territorial. Ya le ocurrió a UCD en 1980, con ocasión del referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica en Andalucía, y le volvería a ocurrir al PSOE, si diera el visto bueno a una reforma del Estatuto de Cataluña que no fuera entendida y compartida mayoritariamente por los ciudadanos españoles. No es cobardía, sino un elemental sentido de la prudencia lo que explica la conducta del presidente del Gobierno en este asunto.
Sin pacto que permita hacer compatible la legitimidad democrática que procede del Parlamento de Cataluña con la legitimidad democrática que reside en las Cortes Generales no puede haber reforma del Estatuto. Ni del catalán ni de ningún otro, porque a todos es de aplicación esta regla. Y a un pacto como ese se llega haciendo uso de la inteligencia y no de la manera en que el dirigente de Esquerra Republicana de Catalunya parece haber dado a entender.
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