Descrédito del héroe

Hace muchos años, cuando era muy joven y quería convertirse en un héroe, José Manuel Caballero Bonald quiso cruzar a nado una considerable distancia de mar en Palma de Mallorca.
Así quería impresionar a su amada, Pepa Ramis, que además era nadadora. Ella le esperaba en la otra orilla (La juventud en la otra orilla, como el famoso relato de Julio Ramón Ribeyro), pero Pepe Caballero no pudo consumar el viaje; dramáticamente atrapado por las olas en medio de la travesía, alzó los brazos en señal de auxilio, y aquella mujer rubia, de ojos azules, risueña y decidida, se lanzó al mar para rescatarlo. Luego se casaron.
Lo cuenta, con todos los elementos para que se le advierta como un perdedor de una dignidad intensa, en su segundo libro de memorias, La costumbre de vivir, con la misma soltura con que cuenta su descenso a los infiernos cuando vivió en Colombia, y como cuenta casi todo lo que le pasó desde que dejó su tierra natal, en Jerez, para adentrarse en el mundo grisáceo, divertido pero terrible del Madrid de la posguerra, el tiempo en que inició su Tiempo de guerras perdidas, que así tituló su primer, excepcional, libro de memorias.
Aquí, en este libro, están sus orígenes transoceánicos y latinoamericanos, y el recuerdo de una costumbre que justifica, acaso, su porvenir de aparente indolencia para abordar guerras extraordinarias: muchos de sus antepasados fueron acostados, seres que no querían competir saliendo a la calle. Él no se ha acostado, pero algunas veces ha estado a punto.
Jamás ha sido Caballero Bonald un hombre con ínfulas de triunfador; siempre ha nadado en la lejanía de cualquier fasto, ha asistido como un pintor (la pintura, con el flamenco, es su pasión) a todo lo que ha ido pasando a su alrededor, y para ser notario de lo que sucede ha contado con los materiales más nobles, precisos y hondos de la poesía.
Uno de los dardos que se clavaron en su alta dignidad de escritor fue cuando la Academia le puso el pero negro a su entrada, y una vez habló de ello simplemente para decir que no quería que ese incidente le nublara el entendimiento y le encendiera el rencor.
Una vez se hartó de escribir versos, como si así se tachara a sí mismo y tachara el mundo; fue, ese anuncio de tachaduras, cuando presentó su obra completa como poeta. Ya no voy a escribir más, me asquea lo que ocurre, dijo entonces, hace sólo dos años, pero después vinieron las guerras (la de Irak, sobre todo) y las inconsecuencias del mundo, y surgió del autor de Laberinto de la fortuna el aplomo poético que anida en su corazón civil y comprometido. De esa nueva rabia frente al mundo nacieron dos libros de poemas; ahora acaba de publicar el último, que es, esta vez también, una tachadura del mundo y de los que lo mandan.
Aunque su compromiso civil ha sido incólume todos estos años, en el franquismo y después, nunca dejó que sus versos -o su prosa- nacieran yertos, obligados por la realidad más almidonada; como narrador y como poeta siempre se ha alimentado de la experiencia que hay al lado -sobre todo en sus memorias, claro- pero ha dado brazadas inesperadas, ha querido cruzar más allá de la orilla en la que se supone que empieza la vida para nadar con éxito hasta donde le aguarda la calidad del sueño. Lo recuerda todo, y al contrario que otros que se describen como héroes, él siempre inicia el viaje del recuerdo sabiendo que de milagro no es también un acostado, un héroe consciente de estar vencido.
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