Terror sin fronteras
Sharm el Sheij fue en las primeras horas de la madrugada de ayer escenario de otra matanza terrorista, presumiblemente orquestada por Al Qaeda. Una red local de la organización de Bin Laden se responsabilizó de la cadena de atentados en un hotel, un aparcamiento y un mercado del conocido balneario turístico egipcio, en el sur de la península del Sinaí, perpetrados por terroristas suicidas. El balance fue estremecedor: al menos 90 muertos (la mayoría, egipcios, y ocho extranjeros) y más de un centenar y medio de heridos, entre ellos, cinco españoles. Es el atentado más sangriento contra ese país árabe desde el que ocurrió en Luxor en 1997 y representa un cañonazo del islamismo más radical contra el presidente Mubarak por su estrecha relación con Estados Unidos.
Pero por encima de ese objetivo circunstancial, esta acción hay que inscribirla en el clima de terrorismo y pánico sin fronteras que se ha instaurado en el mundo y que en las dos últimas semanas ha tenido a Londres especialmente como foco principal. Ayer, la capital británica volvió a registrar momentos de enorme tensión con la evacuación y el cierre temporal de una estación de metro. El viernes, un presunto sospechoso murió por disparos en una controvertida acción policial en otra estación y el día anterior estuvo a punto de repetirse la matanza del pasado día 7, que causó la muerte a más de medio centenar de personas. En esta ocasión, las bombas apenas tuvieron efecto. La policía ha revelado que el hombre con aspecto asiático contra el que agentes antiterroristas dispararon a bocajarro cuando lo tenían inmovilizado en la plataforma del metro no tenía nada que ver con los últimos sucesos. Este incidente debería obligar a reflexionar al Gobierno de Blair. La caza al hombre que se ha ordenado tras los fallidos atentados del viernes puede ser bastante contraproducente para su imagen, como algunas de las sugerencias que las fuerzas de seguridad han hecho a Downing Street para reforzar la legislación antiterrorista y tener muchos más poderes excepcionales, uno de los cuales permitiría ampliar de dos semanas a tres meses la detención cautelar sin cargos de sospechosos.
El atentado de ayer en Egipto, según la reivindicación firmada por las Brigadas de Abdula Azam, pertenecientes a una red local de Al Qaeda, tiene como excusa la protesta por el juicio contra tres presuntos implicados en la muerte de más de 30 turistas israelíes en Taba el pasado octubre. El Gobierno de Mubarak dijo entonces que esta acción no significaba el resurgimiento del islamismo radical, reprimido a sangre y fuego durante la pasada década. Al menos, 16.000 islamistas se calcula que están internados en las cárceles egipcias. Sin embargo, el feroz atentado de Sharm el Sheij puede que sea una clara señal del recrudecimiento en territorio egipcio de las actividades de los grupos islámicos más fanáticos inspirados en Al Qaeda. La organización de Bin Laden acaba de responsabilizarse del asesinato del embajador de Egipto en Irak. Además, significa un duro golpe al turismo egipcio en plena época estival.
No es probable que los episodios de Londres y Sharm el Sheij estén directamente ligados. Son acciones -y así se ha visto en el caso de la capital británica- ejecutadas por células islamistas locales y planificadas con bastante tiempo de antelación, por muy burda que haya podido ser al final la operación londinense en la que presumiblemente sus autores pretendían causar mayor daño. Pero estos dos atentados, como los de Nueva York, Madrid o Bali, obedecen a un mismo guión y a una misma estrategia de ese terrorismo islámico global, que busca el aplastamiento de Occidente al estimar que representa una sociedad moralmente decadente. Estados Unidos y la Unión Europea son conscientes de que deben redoblar la cooperación policial, judicial y de los servicios de inteligencia. Pero esas acciones no tendrán éxito si, además, no se ven acompañadas de otras destinadas a la mayor integración de la comunidad musulmana en los países occidentales y al consiguiente aislamiento del terrorismo.
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