La gran lucha
Soy padre de dos hijos y me ha tocado vivir en la sociedad del bienestar en plena costa mediterránea española, a la cual inmigré hace 36 años. Yo nací en un cortijo andaluz sin agua corriente, sin luz y sin aseo en la casa. De niño, mis juguetes eran artesanales, con maderas de almendro y chumberas, junto con un lagarto de color verde de plástico.
Tengo que decir que nunca jamás me he sentido amargado por la falta de cosas, aunque reconozco que en su tiempo las eché de menos. Pero carecer de ropa, juguetes o diversiones nunca ha producido en mí ninguna frustración que perdure en el tiempo. Sí llevo incrustadas en mi personalidad secuelas negativas debido al desarraigo de mis familiares, la falta de mi padre y la escasez de relaciones humanas al venir a la ciudad.
Hoy en día disponemos de todo, pero no todo es bueno. Dentro de nosotros hay un bien y un mal. Y dentro de la sociedad de consumo se intenta muchas veces potenciar lo malo porque vende más; por eso, el individualismo, el egoísmo, el aislamiento confortable lleno de mil aparatos que hacen maravillas, se nos propone o se nos impone con depuradas técnicas psicológicas.
Hoy tenemos que luchar con las tendencias y caprichos propios de nuestros hijos, y también con los mensajes de la publicidad que dominan a nuestros pequeños. Es curioso que la televisión, que podría servir para educar, se utilice mayoritariamente para manipular las conciencias de nuestros retoños y hacerles feroces consumidores.
Ahora que llegan las vacaciones, mucho ánimo para todos en esta lucha. Tenemos dos grandes armas: el esfuerzo por aprender a disfrutar de las cosas gratis de la naturaleza y mirar dentro de nosotros mismos para encontrarnos con nosotros y con Dios.
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