Una noche de furia

Las octavillas del concierto de Joe Bataan con Los Cubanos Postizos prometían una sesión de latin soul punk. Y se cumplió, por encima de lo previsible. Desde el momento en que Marc Ribot se sentó en su silla, a la izquierda del escenario, se notaba tensión. Algo no iba bien. Movía irritado los monitores y se levantó para ordenar a un espectador que se abstuviera de grabar el concierto con su cámara de vídeo. El interpelado dejó de enfocar a Ribot, pero, a la chita callando, siguió grabando.
No hubo segundo aviso. Ribot saltó del escenario y se fue a por el captador de imágenes. Les separaron antes de que la disputa llegara a mayores. Aunque la razón estuviera de su lado, fue por lo menos una reacción inesperada viniendo de un músico con aspecto de modoso intelectual de Manhattan. Ya se sabe, en las giras surgen tensiones -además, el público madrileño era lamentablemente escaso- y Ribot perdió el control.
Joe Bataan y Marc Ribot
Joe Bataan (voz, piano eléctrico) e Yvette Nitollano (coros, percusión), con Marc Ribot (guitarra, voz) y Los Cubanos Postizos: Anthony Coleman (teclados), E. J. Rodríguez (batería), Brad Jones (bajo), Bárbaro Torres (congas). Teloneros: Celofunk. Sala Arena, Madrid. 9 de julio.
Todo eso ocurría en el primer tramo del concierto, cuando Los Cubanos Postizos cumplían con su proclamado objetivo: la reinvención de piezas del muy legendario tresero cubano Arsenio Rodríguez. Lo extraordinario es que, después del incidente, Ribot comenzó a tocar con una ferocidad bastante superior a la que manifiesta en los dos amables discos del grupo: de su guitarra brotaban punzadas hirientes, explosiones de alambre espinoso, rugidos metálicos.
La calentura de Ribot no bajó cuando salió la estrella de la noche. Joe Bataan y su esposa, que le hace de corista, hasta parecían intimidados por la violencia expresiva del guitarrista. Pero Bataan, que ya dominaba los locales más duros de Harlem cuando Ribot todavía llevaba pantalones cortos, tomó rápidamente el control: repartió fotos suyas y pronto puso a bailar a los asistentes. Él también se bajó del escenario, pero fue para montar ¡una conga! con un público que, atención, era más rockero que salsero.
Bataan ha reaparecido tras casi 20 años fuera del negocio de la música y quiere exprimir al máximo esta segunda oportunidad. La voz ha perdido matices, pero su entusiasmo arrolla y cuenta con un imparable repertorio de lo que él bautizó como latin soul en los sesenta: temas como Ordinary guy, Gypsy woman o Subway Joe son máquinas de hacer bailar. Con los incendiarios añadidos de Ribot, las añejas canciones del Spanish Harlem recibieron una transfusión de furia punk del downtown neoyorquino y lo que pudo ser nostalgia bailable se reveló como arte brutalmente vivo.
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