Discos
Un amigo me lo comunicó con la misma pesadumbre con que se transmite el deceso de un tercero, ese con el que hasta ayer compartíamos cervezas y fútbol: cierran Sevilla Rock. Por incredulidad u homenaje, elegí abrigo y autobús y me desplacé hasta la Plaza del Duque, en la esperanza secreta de que todo se debiera a una burda remodelación, a un maquillaje de fachada, a una regulación de empleo. Mientras agotaba las escalas que debían conducirme hasta aquella esquina donde mis pasos habían desembocado tantas veces, trataba de calibrar el calado exacto de un acontecimiento de esta clase: perder la última brisa de rock & roll, rythm & blues, jazz y música étnica en esta capital que tan poco estima los vientos foráneos iba a equivaler para muchos de nosotros a esos agostos infinitos y crueles donde la respiración se convierte en un acto de heroísmo. Mi amigo no mentía: con sus cortinas de hierro contrachapado, Sevilla Rock siempre me había recordado a un submarino varado en mitad de la calle Alfonso XII, pero hoy era un trasatlántico que se iba a pique. Probablemente la inmolación del Titanic no ofreció más motivos para el duelo: en las estanterías sobre las que otrora habían reinado Lou Reed y Aretha Franklin gobernaba Su Majestad el Polvo, que diría cierto poeta checo; una marabunta hambrienta había devorado la sección de saldos, arrancando de sus arriates a Radio Futura y Tequila; abajo, en el departamento de jazz, sólo pululaba la memoria marchita de las trompetas y los saxofones que lo habían iluminado. Los dependientes presenciaban con ojos atónitos cómo el mar se tragaba todo y lamía los tobillos de los últimos devotos que aún permanecían en cubierta. Sí: como los vestigios finales de la tripulación, cuatro nostálgicos con barbas y lenguas rojas en las camisetas velaban los discos que resistían a las aguas. Aquellos serían, supuse, esos viejos roqueros que nunca mueren, que nadie ha visto nunca y que, igual que los fantasmas de los reyes decapitados, sólo se aparecen a los vivos en las horas de la demolición.
Maldecir el progreso siempre me ha parecido cosa de castrados, y probablemente los amantes de la música somos más libres y más solventes hoy que Internet y la tecnología digital nos permite disponer de discotecas a la carta. Pero a veces uno no puede sino contemplar con piedad y un asomo de rabia las muestras de poco tacto con que el progreso aparta los obstáculos que interrumpen su avance. Antes, de adolescente y durante la carrera, había pasado tardes inacabables en esta tienda revistando títulos con los dedos, atento a aquel nombre que podía despertar mi memoria con un vuelco: primero, aquellos desgarbados vinilos que se manchaban en el plato de mi cuarto, siempre sucio de cenizas de cigarrillos; luego, los compactos que trasladaba inmediatamente a casete para poder llevarlos conmigo en el coche, en el recuerdo, entre los dientes. En nuestros tiempos, en que los discos se resumen en una barra horizontal que se tiñe de azul sobre un monitor, uno se acuerda de un dictamen no sé si desesperado que Piet Mondrian pronunció en medio del fragor de la Primera Gran Guerra: tal vez la vida se esté volviendo demasiado abstracta.
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