El hombre libre, artista
No se sentía artista, sino un trabajador de la cultura. Pero creó una compañía de baile que llegó a contar con cuarenta profesionales. Y sin subvenciones. Tampoco las quería "porque la libertad cuesta dinero, la libertad no te la regala nadie", me dijo cuando le entrevisté para mi libro El baile flamenco, en 1998. "Pero eso nos permite bailar lo que queremos, con quien queremos, donde queremos y cuando queremos, qué más riqueza, ¿no?".
Antonio Gades presentó ese libro en Madrid. Apenas me dejó hablar; estaba exultante, alegre, feliz entre tantos amigos y compañeros con quienes se encontraba allí. Habló mucho y de muchas cosas, algunas de las cuales vale la pena recordar. Refirióse a la necesidad de que cuantos se dedican a esta profesión se cultiven en profundidad, porque sólo así se darían cuenta "de que somos una célula de un cuerpo maravilloso que es el flamenco, pero no somos el cuerpo. Nos daríamos cuenta de que somos un átomo de ese mágico universo, pero no el centro del universo. Yo no soy religioso, no tengo esa suerte, pero estoy de acuerdo con los teólogos cuando dicen que sólo los dioses crean; nosotros los mortales recreamos. No nos creamos genios ni dioses". Y habló de los viejos maestros. "Somos los herederos, sí, tenemos que enriquecer su arte, pero, por favor, no lo mancillemos, respetemos ese legado que nos han dejado. Ese respeto nos hará humildes, pero esa humildad nos hará a todos más grandes".
Entendía, sobre todo en su vida y en su obra, que jamás se deben ceder parcelas de libertad
Hombre reconocido de izquierdas, la libertad fue un principio irrenunciable en cuanto hizo. Como la política. Recuérdese su última obra maestra, Fuenteovejuna, ese hermosísimo canto contra la violencia sobre el pueblo ejercida abusivamente desde el poder. Entendía, sobre todo en su vida y en su obra, que jamás se deben ceder parcelas de libertad. Con la ética siempre presente, como le enseñara su maestra Pilar López. Gades afirmaba que la ética en la danza es como la ética en cualquier manifestación que tenga un hombre en la vida: "Hacerlo bien, hacerlo con honradez, y no desvirtuar...".
Cuando murió Carmen Amaya en 1963, un joven y airado Antonio Gades recorrió los tablaos de Barcelona y obligó -o poco menos- uno a uno a cerrarlos porque consideraba un sacrilegio que siguieran sirviendo diversión cuando había fallecido la bailaora más grande de todos los tiempos. Así era este hombre, este artista, este coreógrafo, este bailarín, este bailaor.
Yo creo que él pudo mantenerse incólume hasta el fin, y por eso se le admiraba y se le respetaba, tanto como por su arte. Ha muerto a una edad que hoy consideramos relativamente joven, cuando aún pensaba hacer muchas cosas. La primera de todas, ese Quijote del que nos venía hablando hace tiempo. Otro ser libre al que llegaron a creer loco.

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